Según David Cano de AFI:
Imprescindible reducción del déficit público
El balance del desempeño de las economías desarrolladas en las últimas dos décadas es decepcionante, al menos si lo medimos mediante el PIB. Esto segundo no es un debate baladí, ya que no está claro que este agregado macroeconómico recoja bien las mejoras en nuestro “día a día” (longevidad, salud, tecnología, …) y que incluya los logros que se deberían considerar a la hora de valorar el grado de avance de una economía (seguridad, igualdad de oportunidades, no discriminación, felicidad, …). Pero dejemos para otro momento ese planteamiento, que tiene claros tintes filosóficos y antropológicos (ver La crisis del capitalismo democrático, de Martin Wolf, Deusto, página 273), y aceptemos el PIB como indicador para medir el grado de desarrollo económico. Aun así, falta realizar una matización adicional: tener en cuenta el crecimiento de la población. Porque cuando medimos el PIB per cápita la decepción es aún mayor, al constatarse un avance muy pobre (prácticamente nulo). Las razones de este resultado las encontramos en las diversas crisis sufridas en los últimos años, con la financiera de 2008 y el Covid de 2020 como máximos exponentes.
El pobre desempeño económico ha tenido una clara implicación: un aumento del nivel de endeudamiento público. Porque los Estados han reaccionado durante estos años aumentado el gasto público. Ello, junto con la caída de la recaudación, ha implicado un fuerte aumento del déficit público y, lo que es más relevante, durante demasiados años seguidos. Tras dos décadas de aumento de la ratio de deuda pública sobre el PIB, muy lejos queda la cota del 60%, cuya superación, según el consenso, activaría una crisis (por más que Bélgica, Italia y Japón presentaran ratios de deuda pública de 2, 3 y 4 veces esa cifra ya a inicios del siglo XXI).
Y es posible que hubiera sido así si los bancos centrales no hubieran creado dinero (base monetaria) para adquirir los bonos emitidos por los Estados (la denominada “expansión cuantitativa”). Podemos citar el caso de las primas por riesgo de la periferia de la zona euro en verano de 2012 y el famoso whatever it takes de Mario Draghi como máximo exponente.
Acabamos de exponer alguno de los debates mantenidos por los economistas en los últimos años: ¿Ha sido acertada la acción de los Estados al aplicar “recetas keynesianas”? ¿Ha sido correcta la aparición en escena de los bancos centrales monetizando todo ese déficit público? Los monetaristas recuperan lo explicado por Milton Friedman en la década de los setenta y vinculan el estallido de la inflación entre finales de 2021 y finales de 2023 (un 15% acumulado) a esa expansión cuantitativa y advierten de que, en los próximos años, la inflación será más alta de lo normal. Tal vez por ello, o porque no se ha producido un escenario tan malo para el crecimiento económico en los últimos tres años (aunque hemos señalado al principio la decepción, conviene recordar los peores augurios que se manejaban en primavera de 2020), desde junio de 2022 los bancos centrales están reduciendo el tamaño de sus carteras de deuda pública. Y lo hacen mediante la no reinversión de los bonos que vencen. El proceso está en marcha y serán necesarios, a este ritmo, del orden de 10 años para compensar todo el aumento de la base monetaria. Parece tiempo suficiente, pero conviene advertir que, sin un “comprador de última instancia” de deuda pública como lo han sido los bancos centrales, los gobiernos tendrán más difícil emitir bonos (es decir, tendrán que pagar más tipo de interés). Ya solo por eso deberían plantearse una senda de reducción del déficit público mucho más agresiva que la que han presentado hasta ahora. Esto no es debatible. Con una deuda pública por encima del 100% y unos intereses de la deuda que pueden suponer entre el 3% y el 5% del PIB, parece imprescindible contar con un superávit primario (es decir, el que no tiene en cuenta el pago por intereses). Sé que es todo un reto desde el lado de los gastos si consideramos el proceso de longevidad y, sobre todo, envejecimiento que se va a intensificar en los próximos años. Pero es que, además, la descarbonización y la apuesta por la sostenibilidad que estamos implantando en la zona euro va a implicar un aumento del gasto público, por más que la iniciativa privada vaya a financiar parte en forma de préstamos y de inversión.
Y no olvidemos el necesario gasto en defensa que se tendrá que materializar ante la evidencia de que los riesgos militares persisten y que, también en esto, en la zona euro presentamos claras deficiencias en capacidad defensiva y de ataque. Es difícil compatibilizar el objetivo de reducción del déficit público con una mayor carga de intereses (tanto por superior nivel de deuda como por tipos de interés más elevados), con un mayor gasto militar, con partidas crecientes destinadas a las personas mayores y con “nuevos” recursos como los que va a demandar la transición hacia una economía sostenible. Parece más bien imposible si no se alteran las fuentes de ingresos. Sería estupendo que aumentara la recaudación manteniendo las tasas impositivas vía mayor crecimiento del PIB. Pero esto es más bien un deseo o una ilusión, a juzgar por lo observado con el PIB estos últimos años. Resulta imprescindible aumentar los impuestos, en especial los vinculados a los rendimientos del capital, a los beneficios empresariales, a las rentas del trabajo más altas y al patrimonio. Sé que no es nada agradable el diagnóstico, pero ante la elevada deuda pública es la única vía para poder financiar el aumento de gasto que viene por delante.
Abrazos,
PD: Hay que confesarse en Cuaresma: