Le deseo mucha suerte al nuevo Presidente, que la va a necesitar, en estos difíciles momentos…
La presidencia de Estados Unidos está rota. No importa quién la ocupe
De la misma forma que Mr. Hyde acabó dominando al Dr. Jekyll, la dimensión externa y estética de la presidencia ha crecido hasta comerse la dimensión interna y burócrata
Joe Biden está a punto de convertirse en el eslabón número 46 de una larga cadena, aquella que empezó en 1789, cuando los colonos eligieron a su primer presidente, y que, al menos de momento y pese a los recientes episodios, perdura hasta la fecha. El mandato de Biden, de 78 años, empezará en medio de una tormenta: su gabinete habrá de superar una pandemia, una crisis económica y una situación política explosiva: gracias a Donald Trump, una buena porción de Estados Unidos no reconocerá al nuevo presidente como legítimo.
Quizás este sea un buen momento para estudiar la presidencia desde fuera y reconocer la posibilidad de que, a lo mejor, llevamos tiempo observándola desde un ángulo equivocado. Es posible que exijamos al presidente cosas que no puede hacer y que revoloteemos como polillas en torno a cuestiones que dentro de una semana ya no tendrán ninguna importancia. Puede ser que estemos siempre confusos y enfadados por eso, porque, simplemente, no sabemos cómo funciona el empleo más importante del mundo.
Un primer paso, siendo extremadamente simplistas, sería dividir la presidencia en dos dimensiones: una externa y otra interna. La dimensión externa es la que incluye la imagen, la oratoria y las emociones políticas. Toda la pompa y circunstancia del cargo, su simbolismo y su función de catalizador de los sentimientos y aspiraciones de la nación. La dimensión interna, por otro lado, es la dimensión práctica. La dimensión de la gestión pura y dura del Gobierno, de las negociaciones a puerta cerrada, los equilibrios de poder o el diseño y la eficaz aplicación de las leyes.
Hasta aquí, todo normal. El problema es que, de la misma forma que Mr. Hyde acabó dominando al Dr. Jekyll, la dimensión externa de la presidencia ha crecido hasta comerse la dimensión interna. La presidencia se ha terminado convirtiendo en una especie de animal de circo: una bestia golpeada por los látigos de la opinión pública, sometida a la demanda constante de novedad y polémicas gratuitas. Un puesto incapaz de encontrar la tranquilidad o el espacio, la distancia, para gobernar.
Pongamos un ejemplo: los huracanes. El Gobierno ya tiene una estructura para responder a los desastres naturales. Cuando el comandante en jefe sale del Air Force One en medio de casas inundadas y árboles derribados, la agencia FEMA ya ha hecho los cálculos y despachado la ayuda. El presidente no tiene nada que ver con estas decisiones. No es cosa suya calcular los litros de agua ni las mantas que se van a repartir. No tiene que estimar cuánto dinero pagará el seguro público, ni dónde van a dormir las personas evacuadas. El presidente, si acaso, estorba. El presidente se aburre fingiendo ante las cámaras que presta atención a los detalles. Debería de estar en el despacho oval tomando decisiones complejas. Ahora bien: si no acude a aparentar que está liderando, la opinión pública se lo come a dentelladas.
Donald Trump lanza rollos de papel a un grupo de damnificados por el huracán María, en Puerto Rico, en octubre de 2017.
Cuando el huracán Katrina arrasó parte de Luisiana, George W. Bush decidió no ir a molestar en las tareas de rescate. Así que optó por las medias tintas: en lugar de presentarse allí o de quedarse en la Casa Blanca, Bush se hizo una foto mirando el desastre desde una ventana del Air Force One. La reacción fue estruendosa. La popularidad de Bush cayó al mínimo de su mandato y él mismo reconocería años después que sacarse esa foto había sido “un gran error”.
Estas y otras reflexiones aparecen en el libro 'The Hardest Job in the World: The American Presidency', escrito por el veterano periodista John Dickerson, que lleva cubriendo la Casa Blanca desde los años de Ronald Reagan. El autor dice que los estadounidenses, a la hora de elegir presidente, han perdido la perspectiva: ya no se centran en elegir a un buen líder, sino a un buen candidato. Son dos cosas distintas: las cualidades de un candidato exitoso, la simpatía, la visión o la capacidad de azuzar a las masas, luego son secundarias en la presidencia. El Mr. Hyde de campaña se ha comido al gestor, al Dr. Jekyll. Es más: una vez Hyde ha sido elegido, queremos que siga siendo Hyde. Que nos proporcione heroísmo, agonía, grandes cruzadas. Cosas que a veces empañan o incluso minan la gestión más esencial del Gobierno.
Otro ejemplo: los discursos. Los periódicos y las series como 'El Ala Oeste de la Casa Blanca' nos han acostumbrado a pensar que los discursos importan. Que, de repente, con un ligero redoble de tambores, un presidente inspirado va a movilizar las mentes y los corazones. Que nos señalará el camino con argumentos lógicos y emocionales y que nosotros marcharemos al unísono. Esto se lo creen hasta los propios presidentes. Barack Obama dedicaba mucho tiempo a preparar sus discursos, así le salían tan bien. Eran pequeñas catedrales retóricas. Hoy, nadie se acuerda del 99%.
Según Dickerson, el vicio de dar tantos discursos se debe a Woodrow Wilson, que, antes de presidente, fue politólogo, y confiaba mucho en la palabra. Los hechos, en cambio, indican que realmente los discursos no sirven de mucho. Solo persuaden a quien ya está persuadido. “No hay ni un solo estudio sistemático que demuestre que los presidentes pueden de manera fiable convencer a otros para que los apoyen”, dice en el libro George Edwards, director del Centro de Estudios Presidenciales.
Los discursos, de hecho, pueden minar la causa del que los pronuncia. Es lo que se conoce como ley de Wirthlin. George W. Bush trató de privatizar la Seguridad Social, Ronald Reagan de apoyar a las 'contras' en Centroamérica y Barack Obama de aprobar la reforma sanitaria. Las encuestas de opinión demuestran que, en los tres casos, cuanto más trataban estos presidentes de vender sus respectivos planes, más munición daban a la oposición y más en contra se ponía el pueblo.
La dimensión externa de la presidencia se ha convertido en un monstruo: el presidente ya no tiene alternativa, ya no puede no dar discursos. Tiene que dar vida al circo para agradarnos, porque a los medios nos gusta Mr. Hyde. Exigimos a Mr. Hyde. Los discursos llenan aire en televisión y columnas en los periódicos, y son fáciles de cubrir. Solo hay que escoger algunas frases, empaquetarlas con un poco de épica y de historia, y allá va. Luego no queda nada de ellos porque la mayoría no han cambiado ni una sola opinión en todo Estados Unidos.
Esto no siempre fue así. La relación entre Mr. Hyde y el Dr. Jekyll, las dos dimensiones de la presidencia, solía ser más equilibrada. Su descompensación ha ido haciéndose cada vez más palpable a lo largo de las décadas, como consecuencia de dos procesos paralelos: la hipertrofia de la presidencia, una especie de ídolo brillante del que no podemos apartar la mirada, y la hipertrofia, aún mayor, de la propia opinión pública. Una condición que no es, ni mucho menos, exclusiva de Estados Unidos, pero que aquí se ha manifestado con especial virulencia.
Estados Unidos nació de una guerra contra la monarquía. Los llamados padres fundadores se devanaron los sesos diseñando un sistema de equilibrios, un modelo democrático pero funcional cuyos contrapesos, entre otras cosas, evitaran la aparición de un rey. Los fundadores temían las debilidades humanas, entre ellas, el narcisismo y el deseo de control. Y levantaron, a modo de barreras, la división de poderes y su renovación cada cuatro años.
Era una cuestión de contenido y también de forma. Al primer presidente, George Washington, le preocupaban las emociones que su figura despertaba en el pueblo. Washington vestía como un ciudadano y hacía lo posible por actuar y sonar de manera sobria. Le incomodaban la pompa y los halagos. No quería parecerse a un rey. Pero las personas somos débiles y, allá donde iba, Washington era recibido con alfrombras de flores, guirnaldas y redobles de tambores. Sus conciudadanos se apiñaban en los caminos para captar la mirada del gran hombre.
Pese a los mitos engordados 'a posteriori', el “magistrado jefe de la nación”, como se decía entonces, guardó un perfil relativamente funcionarial. El que gobernaba el país era el Congreso. La presidencia solo trataba de mediar y de encarrilar las decisiones del pueblo soberano. Los candidatos ni siquiera daban mítines: salir a desgañitarse para enardecer a las masas era indigno, impropio de la mesurada oficina.
No es que el pasado fuera un lugar bueno y virtuoso. La política, también entonces, era sucia: los periódicos eran partidistas y los votantes se dejaban llevar por las pasiones, igual que hoy. Solo que la presidencia estaba algo más acotada y aislada de la opinión pública. La política era un club privado en el que los candidatos se nombraban entre bastidores. Era un mundo menos transparente, menos democrático. Pero más independiente de los caprichos del momento.
Este cargo, en principio funcionarial, se fue ensanchando. Andrew Jackson amplió su oficina y la llenó de amigos; Abraham Lincoln suspendió el 'habeas corpus' y ganó poderes de guerra; Teddy Roosevelt reforzó sus herramientas económicas, y Woodrow Wilson, a raíz de la Primera Guerra Mundial, se agenció más potestades diplomáticas. Cada una de estas ampliaciones se efectuó a costa del Congreso, pero la figura presidencial siguió teniendo, con todo, una talla humana. Calvin Coolidge, que gobernó entre 1923 y 1929, terminaba su jornada a la hora de comer. No quería que su oficina estorbara el devenir de los industriosos americanos.
En los años treinta, sin embargo, Estados Unidos se embarcó en lo más parecido que ha tenido a una dictadura. La Gran Depresión y luego la Segunda Guerra Mundial permitieron a Franklin D. Roosevelt concentrar poderes antes vedados al Gobierno. El demócrata reflotó la economía, construyó las actuales infraestructuras y creó decenas de agencias que aún funcionan. Desde 1941, hizo la guerra en Europa y Asia y diseñó el orden internacional que, pese a los desafíos, sigue vigente.
Además de ganar potestades, Roosevelt se hizo omnipresente en la vida del país. Sus radiofónicas 'Charlas junto al fuego' ofrecían un relato diario en lenguaje sencillo. Hasta el último campesino del interior escuchaba la voz bien timbrada del presidente, que orientaba a la nación como un padre atento. Los estadounidenses, en otras palabras, se acostumbraron a no quitar la vista del despacho oval. Los sucesores de Roosevelt, enredados en la Guerra Fría, continuaron esta tendencia. El Congreso no pudo recuperar el terreno cedido al presidente, ni este pudo volver a ser una especie de primer burócrata. Las superpotencias requieren superlíderes. El funcionario se había convertido en un emperador.
La opinión pública también se fue fortaleciendo. Si la radio acercó a los hogares las palabras del presidente, la televisión creó un vínculo emocional. Antes, una parte de la población no sabía ni qué aspecto tenía el jefe de Estado. Alguna vez había visto su efigie en los periódicos y nada más. Ahora, la pantalla traía a los hogares los discursos, los recibimientos, los planes y las visitas oficiales. El presidente se volvió casi un miembro más de la familia; un miembro odiado o amado, pero siempre presente, recibiendo como un pararrayos las frustraciones y esperanzas de millones de compatriotas.
El primero en entender y aprovechar al máximo las posibilidades de la televisión fue el senador demócrata John F. Kennedy. Su debate con Richard Nixon en 1960 ha quedado como un fetiche de la comunicación política, pero solo fue la guinda de una amplia estrategia. Kennedy se volcó en la televisión: allí donde iba, lo acompañaban las cámaras. El candidato hablaba para ellas, para el pueblo, proyectando una imagen perfectamente cercana, presidencial y optimista.
No es un corte limpio, pero sería razonable marcar aquí el antes y el después de la manera de entender la presidencia. El momento en que su dimensión interna, las cualidades ejecutivas, se va debilitando bajo el peso de Mr. Hyde. Kennedy liberó a Mr. Hyde: le dio carta blanca. Sus compañeros de partido lo respetaban. JFK era un senador amable y con un futuro prometedor. Pero, en 1960, con apenas 43 años y una experiencia limitada, no estaba entre los favoritos para candidatar al premio. Kennedy tenía el partido en contra, así que puso el pueblo a su favor.
La tragedia, sin embargo, hizo posible que viéramos en acción las dos caras de este desdoblamiento. En su mandato de dos años y nueve meses, Kennedy reconoció de distintas maneras lo difícil que era ser presidente, la diferencia entre la realidad y las expectativas, los mil y un resortes invisibles que se tienen que accionar para que suceda algo. El historiador Eric Hobsbawm ha llamado a Kennedy “el presidente más sobrevalorado de la historia”. Una figura mitificada por su destino aciago, pero que en esos casi tres años, salvo navegar la crisis de los misiles, no hizo gran cosa.
Su sucesor, Lyndon Johnson, resultó ser lo opuesto. Johnson había sido el favorito de la maquinaria demócrata para las elecciones de 1960, el hombre experimentado y con pulso firme, pese a las deficiencias de imagen. Johnson era lo que en Estados Unidos se llama un 'comerciante de caballos': un negociador rudo y a veces faltón. El tejano solía eructar y rascarse la entrepierna, gritaba a sus subordinados y escribía “mierda” sobre los documentos oficiales. Una vez diseminó el bulo de que un rival había mantenido relaciones sexuales con un cerdo. Cuando controlaba a alguien, presumía: “Tengo su polla en el bolsillo”.
Pero este crudo 'apparatchik', a diferencia de Kennedy, llevaba un cuarto de siglo en el Congreso y manejaba el proceso legislativo como si fuera un domador de leones. En el Senado, que dirigía como líder de la mayoría demócrata, los votos marchaban en fila india. Johnson era conocido por administrar su 'tratamiento'. Cuando le faltaba un voto, arrinconaba al congresista indeciso y lo persuadía con una mezcla de argumentos racionales, ofertas, elogios, súplicas y amenazas de muerte.
Johnson era un super-Dr. Jekyll. Una vez ocupó la presidencia, puso esos votos a mover el esqueleto e hizo lo que nadie más hubiera sido capaz de hacer: aprobó la Ley de los Derechos Civiles, el derecho de voto de los afroamericanos, y toda una panoplia de ambiciosos programas sociales, empezando por el Medicare y el Medicaid, que todavía funcionan. A diferencia del burocráticamente virgen John F. Kennedy, Lyndon Johnson tenía ya un largo kilometraje. Pero todo esto da igual: el que ha quedado en el imaginario del pueblo, sobre todo, es Kennedy.
La problemática de esto, según John Dickerson, es que se tiende a elegir presidentes que luego no están del todo preparados para gobernar. Una cosa es seducir a las masas y otra lidiar con el creciente, complejo y endemoniado ovillo de decisiones que pasan por el escritorio Resolute: desde una declaración de guerra a un embargo, el rescate de la economía, un aumento de impuestos, la respuesta a una pandemia o la sensibilidad necesaria para navegar el conflicto racial. Tampoco ayuda el hecho de que el cargo presidencial haya ido sumando tareas hasta quedar desbordado, mientras el Congreso se parece cada vez más a un coro de plañideras.
El sistema conoce el peligro de que la jefatura de Estado caiga en manos de un novato o de un demagogo. Por eso, entre otras cosas, ha ido ajustando la ley para obligar a los candidatos a entender la envergadura del empleo que tanto codician. En 2012, por ejemplo, el Congreso aprobó la Ley de Mejora de las Transiciones Presidenciales, que obliga a los aspirantes a empezar a preparar la transición seis meses antes de las elecciones. Así, gane quien gane, ya tendrá parte del trabajo hecho. De lo contrario, las 10 semanas que median entre el primer martes de noviembre, día de los comicios, y el 20 de enero siguiente, día de la investidura, son insuficientes para formar ese equipo gestor de 2.000 funcionarios, ramificados por un Gobierno de dos millones de empleados, 15 departamentos y centenares de agencias y comisiones, con 4,5 billones de dólares de presupuesto anual.
Esta es una de las facetas en que se notan las tablas. Quizá Mitt Romney, por ejemplo, no sea la persona más simpática del planeta, con sus tics elititas, su recia moral mormona y su extraordinario cabello repeinado. Pero pocos candidatos recientes han estado tan preparados para ostentar el puesto. Antes de ser senador y candidato presidencial, Romney fue consejero delegado de Bain Capital, gobernador de Massachusetts, presidente de los Juegos de Invierno de 2002 y obispo de la Iglesia mormona, entre otros cargos. Cuando rivalizó con Obama en 2012, tenía a 600 personas implicadas en preparar su potencial equipo de gobierno.
Las habilidades que mostraba Romney en el terreno de la gestión, sin embargo, poco podían hacer para ganarse una portada o encandilar a millones de ciudadanos. Esa era la especialidad de su adversario demócrata, que, antes de llegar a presidente, nunca había ostentado una posición ejecutiva.
Pero si ha habido un super-Mr. Hyde en los últimos años, ese es Donald Trump. Un formidable instigador de pasiones, el hombre capaz de salir de la nada, de su pequeño reino de la telerrealidad y la prensa amarilla, y cazar la presidencia de un zarpazo, como un león hambriento: haciendo picadillo a la prensa que no lo vio venir y a los muy inteligentes y perspicaces analistas políticos. Gracias en parte al advenimiento de las redes sociales, que restaron poder a los medios e inyectaron una tonelada de esteroides en la opinión pública, la dimensión externa de la presidencia ya lo ocupa todo: es una marmita de ácidos emocionales. Un fin en sí mismo. Y ahí floreció Trump, que asumió el mandato de vencer al enemigo imaginario del pueblo: la 'ciénaga' de Washington.
Una vez Mr. Hyde juró el cargo, el desastre. Las preparaciones de transición que Trump había encargado, solo para cumplir el trámite, fueron arrojadas a una papelera el 20 de enero de 2017. Su equipo resultó ser disfuncional y estar poco preparado; la dinámica del Ala Oeste se volvió tóxica, los decretos venían por sorpresa y tan mal redactados que las agencias no sabían qué hacer con ellos, y un torrente continuo de filtraciones inundaba la prensa. Ninguna presidencia ha tenido una rotación tan agresiva de cargos, empezando por el propio jefe de gabinete. Ninguna ha tenido tantos puestos sin cubrir, ni tantos conflictos abiertos. Sus logros, que también los hubo, reposan parcialmente en los hombros del Partido Republicano, que acudía a aconsejar y tratar de apagar los constantes incendios.
No está claro que sus seguidores hayan tomado nota de lo que importa la experiencia política y burocrática, ni de que lo hayan hecho los seguidores de los demócratas carismáticos. Cuando Joe Biden llegue a sus 100 días de gobierno, le pediremos cuentas, como si 100 días significasen algo en una Administración. Cubriremos sus discursos como si importasen y le daremos a cada tropiezo un aire fatal, como si el final de su presidencia fuera cuestión de minutos.
Los sabios de Twitter ya han dictado sentencia. Dicen que Joe Biden es más de lo mismo, un burócrata, un mediocre, un politicastro sin gracia. Ellos se merecen mucho más, se merecen un presidente que esté a su altura. Quieren un héroe o, en su defecto, un villano. Alguien a quien defender o atacar para poder seguir alimentando sus fantasías de relevancia. Quieren un Mr. Hyde: un Obama, un Trump, una Ocasio-Cortez. Pero el rol de Joe Biden será otro. Biden será presidente. Y esos 48 años de parasitismo, politiqueo, etcétera, etcétera, pueden hacer que active la maquinaria federal el primer día, en cuanto se siente tras la mesa del despacho oval. Que ponga esos votos a mover el esqueleto. ¿Será Biden un nuevo Dr. Jekyll?
Abrazos,
PD1: La vida, la familia, las cualidades personales son todos dones recibidos por el Señor ¿Qué hacemos con ellos? Pongamos nuestros dones a disposición de Dios, pongámoslos a trabajar, que hay mucho que hacer…