15 julio 2015

ética

¿Esto es ético o no lo es?

Hace unos días, en una sesión con empresarios, uno me puso un dilema (relacionado con la corrupción) y me pidió que le contestase, sin ambigüedades,  si eso era ético o no: “pero dime sí o no”.

Lo siento, pero la calificación de la ética de muchas acciones no puede ser tan clara. No pueden ser de sí o no. Y me temo que cuando las convertimos en cuestiones de sí o no, estamos justificando comportamientos que acabamos de calificar de no éticos, porque, claro, si no pago al político o al funcionario o al director de compras correspondiente, me quedo fuera del negocio, tengo que cerrar… Y esto sirve también para quitarse las responsabilidades de encima: yo quiero ser ético, pero claro, la otra parte no me deja y, claro, no me queda otro remedio. Pero cuando les digo que “depende”, o que esas son cuestiones que se resuelven contestando que se puede ser más o menos ético, se escandalizan por mi respuesta.

La ética tiene tres componentes. Uno son las normas, que hay que cumplir. Eso es lo que mucha gente considera que es la ética: lo que dice la ley o, en el mejor de los casos, exigencias que van más allá de la ley. Hay normas, legales o no, que no se pueden saltar nunca: por ejemplo, matar a una persona porque esto me beneficia económicamente, o torturar a un inocente para que su padre me haga un favor. La moral católica distingue entre pecados mortales y veniales, que son una forma de señalar dónde está la línea roja que no se debe cruzar. Y no se debe cruzar, fundamentalmente, porque me destruye como persona. Y esto vale aunque uno no crea en Dios: la ética cristiana no es ajena a la ética del sentido común.

¿Todas las normas son iguales? No, claro. No es lo mismo circular a 100 por hora por una calle estrecha, llena de gente, que por una carretera vacía. Ni es lo mismo dejar de pagar en el metro que robar 500 euros a una viuda pobre. Acabamos de descubrir que en la moralidad de una acción hay algo más que la norma: el daño o el bien causado. La segunda dimensión de una decisión ética son los bienes (o los males) que intento.

Casi siempre, los bienes (o males) previsibles hacen que una acción sea más o menos ética. Correr por la carretera compitiendo con otro coche sigue siendo una imprudencia y está mal, pero correr porque llevas a un enfermo grave al hospital puede ser una cosa muy buena, aunque te saltes la norma, y aunque el policía que te detiene te ponga la multa máxima. La ética es, sobre todo, la regla de comportamiento de la persona; el policía no puede juzgar sobre tus motivos, porque no los conoce, porque no tiene por qué creerte cuando se lo explicas, y porque la norma no admite excepciones. La ética -la ética que tengo en la cabeza- es la ética de la primera persona. Tú y yo, y también el policía, podemos criticar la acción del conductor alocado, pero no podemos penetrar en su intención.

Hay que cumplir las normas, claro, porque son instrucciones sencillas para la toma de decisiones. Si la norma dice que no robes, no robes; si dice que no corras, no corras. Pero a veces has de robar, si tú y tus hijos estáis muriéndoos de hambre, como suelen decir los manuales tradicionales de moral. Y has de correr, porque llevas a un enfermo grave. La intención es importante en estos casos. Y la limitación del daño -si basta correr a 100 km. por hora, mejor no me pongo a 120, y si me basta robar 50 euros, mejor no robo 500. Y las circunstancias: si la calle está llena de gente, mejor no me pongo a 100 km. por hora, por muy enfermo que esté el que llevo en el coche, porque tengo muchas probabilidades de matar a varios transeúntes.

Hablar de normas es hablar de mínimos. Hablar de bienes es hablar de óptimos. Lo moral será hacer el bien, todo el bien que puedas. Pero con sentido común, claro: porque hay algunos que, cuando leen ese principio, toman el rábano por la hojas y dicen: ¡Ah, entonces tengo que dar dinero a todos los que me lo pidan, prestar mi coche a todos mis amigos, dedicar mi tiempo a todos los que abusen de mí…! Ya me has entendido: hacer el bien no es hacer el tonto. Por cierto, hay por ahí artículos que explican cómo el buen samaritano puede hacer daño a la sociedad, porque confunden el ayudar a una persona necesitada con hacer el tonto.

Después de cumplir la norma, el mínimo, empieza el bien. Por eso la moral tiene por objeto la excelencia. Y no me preguntes cómo: tú debes saber qué es lo mejor en el caso en que te encuentras. El bien no lo determina el experto en ética, porque no está en tu pellejo, no sabe qué es bueno para ti y para los demás, aquí y ahora.

Un colega del IESE solía decir que, en vez de poner énfasis en la cooperación al mal, habría que hablar más de cooperación al bien. Las críticas a las empresas serían más comedidas si empezasen reconociendo que, bueno, aunque esta empresa estropea algo el medio ambiente (no dramaticemos, ¿eh?), también crea empleo, y vende productos útiles para los consumidores… Me aconsejaron hace años que, si tenía que informar sobre alguien que había hecho algo mal, no dejase de subrayar sus cosas buenas, porque es de justicia reconocerlas.

Y otro colega, Juan Antonio Pérez López, también profesor del IESE, que murió hace unos años, decía que la calidad moral de una acción depende también de la calidad moral de la persona. Uno que en su vida ha dicho una sola verdad, y hoy, con gran esfuerzo y sacrificio, acaba diciendo una verdad a medias, se merece un aplauso, felicitaciones y abrazos. Pero una persona sincera que diga verdad a medias se merece censuras y críticas.

Pero en la entrada antes mencionada dije que hoy hablaría del tercer componente de la ética: normas, bienes… y virtudes. ¿Por qué necesitamos las virtudes, esos hábitos que adquirimos mediante la repetición de actos y la ayuda de los demás, apuntando siempre a conseguir lo mejor para nosotros y para los demás? Pues porque necesitamos fortalecer la voluntad para ser capaces de cumplir las normas y vivir las virtudes. Ese que nunca dijo una verdad, y lo hace hoy por primera vez, quizás lo haga por casualidad, o porque le conviene, o porque se ha equivocado… Pero es muy difícil que mañana vuelva a ser sincero, porque le falta la fortaleza de la voluntad que es necesaria para violentar las muchas razones que nos aconsejan decir una mentira. Más aún: no sabrá dónde hay una verdad y dónde una mentira, ni entenderá por qué ha de decir la verdad y no la mentira. Puede leerlo en los libros de ética, pero no se enterará.

Aristóteles decía que la ética se aprende en las personas virtuosas (no es literal, claro). Si consigo adquirir las virtudes y las practico habitualmente, tendré más sensibilidad por los problemas éticos; una persona que siempre dice la verdad, huele la mentira desde lejos. Yreconoceré el problema. Y sabré que debo buscar la mejor solución, no la que más me gusta o me conviene. Y pensaré alternativas, y si soy muy virtuoso se me ocurrirán muchas alternativasque otros no verán. Y juzgaré esas alternativas buscando la mejor, venciendo, ya lo he dicho, mi resistencia natural, mi comodidad, mi quedar bien, mi pereza, el qué dirán… O sea, decidiré bien. Y, ¡muy importante!, cuando tome la decisión, me esforzaré para ponerla en práctica.

Bonito, ¿no? Pues si esto es así -y yo estoy convencido de que es así-, ya se ve que la persona ética “ve” otras cosas, las valora de otra manera, encuentra consecuencias que los otros no ven, aprende otras cosas, las explica de otra manera, enseña otras historias, genera otros aprendizajes y otras lealtades… ¿A que vale la pena ser ético?

Pero… esto solo lo entiende el que se atreve a vivirlo. En algún momento hay que dar un salto en el vacío y decir: me parece que esto no me interesa, no gano nada haciéndolo, me van a pegar de bofetadas por todas partes… Pero… esto es lo que debo hacer.

¿Qué he de hacer para ser ético en la empresa? Contesté, con palabras del filósofo Leonardo Polo, que hay que hacer el bien, cumplir las normas y practicar las virtudes. Ahora les toca el turno a estas últimas.

Hacer el bien está muy bien, pero si me dejo llevar por eso solo, acabaré buscando “mi” bien, lo que me cae bien, lo que me gusta ahora, y no lo que es bueno para mí y para los demás, ahora y más tarde. Por eso el bien se ha de matizar con las normas. Pero las normas pueden ser duras, pesadas, agobiantes… y la ética no puede ser así. Además, expliqué en la entrada anterior quepodemos inventarnos excusas para no cumplir las normas; de ahí que haya que acompañarlas de los bienes. Pero, ¿y las virtudes?

Sirven para dos o tres cosas. Una: prepararnos para el ejercicio de actuar siempre con ética. Si un estudiante se ha pasado ocho meses sin abrir un libro, y tiene un examen pasado mañana, y no sabe nada, y tendría que quedarse en casa estudiando, y sus amigos se van al cine y le invitan a ir con ellos… ¿se quedará a estudiar? Podría hacerlo, en teoría, pero le falta el hábito, la capacidad de controlar sus preferencias, lo que le resulta atractivo ahora, para hacer algo que no le gusta tanto, pero que sabe que debería hacer. Le faltan las virtudes necesarias.

Las virtudes se adquieren con ejercicio habitual, tratando siempre de ir un poco más lejos (y si no lo consigues, no te preocupes: ya lo conseguirás, vuelve a intentarlo) y por las razones correctas(quedarse en casa estudiando porque sus padres le castigarán si no lo hace no desarrollará en el chico la capacidad de sujetar sus preferencias para comportarse siempre como debe… aunque es verdad que la amenaza del castigo puede ser el primer paso para acabar adquiriendo la virtud).

Las virtudes son, pues, como el ejercicio necesario para correr una carrera. Sirven también para otra cosa, que los que no son virtuosos no entienden: para “ver” otras cosas, para adquirir una cierta conaturalidad con lo que es bueno. Si estás acostumbrado a vivir la justicia, cuando subas al autobús, como explicaba en una entrada anterior, “sabrás” que has de pagar; si nunca has sido justo, ni se te ocurrirá pensar que has de hacerlo.

Bienes, normas, virtudes. Bueno, puede ser un camino para empezar a ser ético, ¿no?

Ay si se enseñara esto en las escuelas, ay si la gente leyera este tipo de cosas… Crearíamos un mundo mucho mejor… Un abrazo,

PD1: Si no tratamos a Dios en la oración, no tendremos fe. No pienses que la fe nos llegará sola algún día. Hay que buscarla. Si tenemos buena intención, aunque arrastremos el peso de nuestros pecados, cuando hagamos oración Dios nos hará comprender nuestra miseria, para que nos reconciliemos con Él, pidiendo perdón de todo corazón y por medio del sacramento de la penitencia. No hay que quedarse esperando, hay que ponerse…