Y los agricultores protestan, no solo porque no pueden pagar esos sueldos a sus trabajadores, sino porque es indignante las subidas de precios de los malditos intermediarios que llevan sus productos desde el campo hasta las tiendas… ¡Qué jetas los comisionistas!
¿Las subidas del salario mínimo estimulan el consumo?
La evidencia disponible hasta la fecha no parece avalar la confianza ciega en que más SMI sea más consumo en agregado
Uno de los argumentos más popularmente utilizados para defender las subidas del salario mínimo interprofesional es que impulsan el consumo de los trabajadores y, con ello, estimulan el crecimiento de la economía. Desde esta perspectiva, el SMI no solo no lastra la actividad sino que la favorece. Un razonamiento sencillo y aparentemente redondo. Pero solo aparentemente. En realidad, para que los aumentos del SMI espoleen aumentos del consumo agregado, han de darse una serie de supuestos que no siempre se verificarán: de hecho, no resulta en absoluto inverosímil que una subida del SMI pueda terminar reduciendo el consumo agregado.
Recordemos los cuatro canales a través de los cuales puede manifestarse un aumento del SMI:
Incremento de la productividad de los trabajadores: si la reacción empresarial ante una subida normativa de sus costes laborales es la de organizar mejor sus recursos internos y, de ese modo, logran aumentar la producción por hora trabajada de sus empleados, entonces el aumento del SMI se autofinanciaría; los trabajadores cobrarían sostenidamente más porque también producirían más. Y, en este caso, el aumento agregado del consumo estaría garantizado: se habrían creado nuevas rentas salariales sin contrapartidas negativas y una parte de las mismas se dirigiría a aumentar el consumo (de manera que experimentaríamos un sano efecto multiplicador).
Subidas de precios: el aumento del SMI también puede trasladarse, al menos entre algunas de las empresas afectadas, en forma de subidas de precios de sus mercancías. La forma de compensar sus sobrecostes salariales sería con mayores precios de venta. En este caso, los efectos del SMI sobre el consumo agregado ya no son tan claros. Por un lado, los trabajadores que hayan sido agraciados con un mayor salario mínimo tenderán a consumir más; pero, por otro lado, el resto de trabajadores verán cómo su cesta de la compra se encarece (por las subidas de precios), de modo que su renta disponible para adquirir otros bienes y servicios será menor. Solo si los trabajadores con salario mínimo aumentan su consumo más de lo que lo reducen el resto de ciudadanos ante las subidas de precios, el consumo agregado se incrementará.
Reducción de beneficios empresariales: otra vía en la que puede manifestarse la subida del SMI es un estrechamiento de los beneficios empresariales. Si la empresa acepta pasivamente sus mayores costes laborales, se limitará a ganar menos dinero. Pero recordemos que al menos una parte de esos beneficios empresariales (especialmente para el caso de las micropymes, que son las más afectadas por el aumento del SMI) se distribuye en forma de ingresos para sus propietarios y, por tanto, es la base del consumo de los capitalistas. Así pues, solo si los trabajadores afectados por el SMI aumentan su consumo más de lo que lo reducen los capitalistas, el consumo agregado se incrementará con el SMI. A este respecto, recordemos que un reciente 'paper' sobre Israel descubrió que los empresarios típicamente perjudicados por las subidas del SMI tenían una renta anual cercana a la media del país, de modo que no cabe considerarles grandes rentistas con muy bajas propensiones marginales a consumir. Asimismo, tampoco perdamos de vista que la demanda agregada no solo está conformada por el consumo agregado, sino también por la inversión agregada: si la subida del SMI perjudica la rentabilidad empresarial y, como consecuencia de ello, la inversión se reduce, podría suceder igualmente que el consumo agregado aumente menos de lo que se reduce la inversión agregada, de modo que el gasto agregado podría terminar cayendo.
Destrucción de empleo: la última de las vías por las que puede manifestarse el aumento del SMI es con la destrucción de empleo (al menos, para algunos de los empleados afectados). Si una empresa ni es capaz de incrementar su productividad, ni puede aumentar los precios de sus mercancías ni tampoco es capaz de absorber el aumento de costes contra su margen de ganancias, los trabajadores serán despedidos (o se los contratará durante un menor número de horas). En tal caso, tampoco es autoevidente que el consumo agregado crezca: el mayor consumo de aquellos asalariados que conserven su empleo tras la subida del SMI tendrá que ser mayor que la disminución del consumo de aquellos trabajadores que hayan perdido su empleo como consecuencia del SMI. En este sentido, por ejemplo, el análisis pormenorizado sobre los efectos del incremento del SMI en 2017 que efectuó el Banco de España estimó que la nueva masa salarial de aquellos que conservaron su empleo fue plenamente compensada por la caída de la masa salarial de aquellos que lo perdieron. Es decir, que el SMI no elevó netamente los salarios y, por tanto, tampoco es previsible que influyera positivamente sobre el consumo agregado.
En general, pues, el pronóstico no es demasiado optimista para el SMI. Para que de verdad elevara el consumo agregado, el mayor gasto de los trabajadores beneficiados debería compensar la caída del consumo del resto de ciudadanos a resultas de la elevación de precios, la caída del consumo de los empresarios que vean minorar sus beneficios y la caída del consumo de los trabajadores que pierdan su empleo (y, además, aun cuando el consumo agregado aumentara, este tendría que compensar una posible caída de la inversión a resultas de la menor rentabilidad empresarial). Tan es así que, cuando se han intentado medir los efectos del alza del SMI sobre el crecimiento del PIB, los resultados no han sido muy halagüeños: el economista Joseph Sabia, tomando datos de EEUU entre 1979 y 2012, concluyó que una subida del SMI del 10% reduce el crecimiento del PIB entre un 1-2% en el corto plazo (resultado poco reconciliable con el presunto aumento del consumo agregado que pregonan sus defensores).
En suma, aunque no cabe establecer una relación 'a priori' entre variaciones del SMI y consumo agregado (cada economía y cada época son susceptibles de engendrar resultados distintos), la evidencia disponible hasta la fecha no parece avalar la confianza ciega en que más SMI sea más consumo en agregado.
Abrazos,
PD1: Me he resistido a escribir sobre el PIN PARENTAL, pero como es complejo su entendimiento, te copio esto por si te sirve de ayuda:
Pin parental y diversidad obligatoria
¿Qué diría un padre votante del PSOE si en la escuela pública de su hijo se invitara a un representante de Vox para que explicara sus propuestas sobre la inmigración? Supongo que si se entera a tiempo se irritaría y probablemente retiraría a su hijo de esa actividad. Toda la polémica sobre el llamado “pin parental” no se plantea cuando hay sintonía de valores entre las familias y la escuela. Si los padres eligen un centro privado en función de su ideario y este se cumple, es menos probable que haya problemas. En el caso de la escuela pública lo que cabe esperar es una neutralidad ideológica en asuntos éticos controvertidos, de modo que no se imparta como doctrina oficial algo que responde a una discutible visión particular.
Lo que se plantea en el caso del pin parental de la Comunidad de Murcia es que los padres sean informados de las actividades complementarias organizadas en los centros e impartidas por personal ajeno al claustro, para que puedan dar o no su conformidad a que sus hijos participen en el caso de que afecten a sus convicciones. Tampoco sería algo excepcional, ya que hoy día se pide la autorización de los padres para asuntos mucho menos importantes, desde la asistencia a una excursión escolar hasta para hacer una foto al niño.
Aunque la orden del gobierno de Murcia se refiere a actividades en general, toda la polémica se ha centrado en los talleres sobre “diversidad afectivo-sexual” impartidos por asociaciones LGTB, muy activas en este campo. La insistencia de estas asociaciones en mantener estas actividades para todos los alumnos hace sospechar que están utilizando este cauce para difundir su particular visión de la sexualidad a un público escolar cautivo.
De hecho, ellas mismas lo reconocen y exigen. En un comunicado de hace algunos meses, la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (FELGTB), declaraba que “las consejerías de Educación tienen la obligación de garantizar que todo el alumnado, independientemente de la opinión de sus familias, reciba formación en diversidad LGTBI, así como proteger a los menores de la posible violencia familiar o de la negación de acceso a información motivada por la LGTBIfobia”. Por lo visto, no se puede confiar mucho en las familias.
Esta educación en la diversidad “afectivo-sexual, familiar y de género” se presenta como un modo de luchar contra la homofobia y el acoso en la escuela, asunto que convendría confiar a expertos como la propia FELGTB. Pero para promover el respeto a todas las personas de cualquier orientación sexual no hace falta compartir las ideas de diversidad sexual propias de estas asociaciones. Hoy día en que se habla tanto del respeto a los distintos tipos de familia, habría que respetar también a las familias que tienen una visión distinta de la sexualidad.
Hay muchos padres, de derechas y de izquierdas, que no quieren que en la escuela se inculque una visión de la sexualidad y de la afectividad contraria a lo que se enseña en casa. Ni que la escuela pública se utilice como altavoz de una ideología de género, que debe ganarse sus adeptos en libre debate en la arena pública, no transmitida como doctrina oficial en los centros educativos.
Para ningunear a los padres en este asunto, algunos invocan “el interés superior del menor”, que exigiría recibir esta enseñanza –impartida por ellos, claro está– para garantizar “su derecho a saber”. Pero ¿qué diríamos si la Iglesia católica se empeñara en que la clase de religión fuera obligatoria para garantizar el derecho a saber de todos los alumnos en materia religiosa y superar así la fobia antirreligiosa de algunos?
En realidad, los padres que se resisten a ser dejados de lado en este asunto no están en contra de que sus hijos reciban una educación afectivo-sexual, sino de que se les enseñe con criterios que no comparten. Y sin duda conocen más a su hijo y están más interesados en su bienestar que los políticos y los activistas que pretenden saber mejor lo que le conviene.
Es verdad que los hijos no son propiedad de los padres, como tampoco de los políticos ni de los profesores. Pero es a los padres a los que la Constitución española garantiza el derecho a “que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”. Y parece que la concepción de la sexualidad no es ajena a la moral.
Para descalificar la idea del pin parental, el gobierno habla de “veto”, de censura al profesorado. Pero la petición de que no se adoctrine a los hijos en la escuela en materias éticas controvertidas no supone un veto, sino una exigencia de neutralidad ideológica. Cuando estamos ante un público obligado, como es el de la escuela, hay que cuidar especialmente la objetividad y el respeto a las distintas sensibilidades. La censura existe cuando para defender una doctrina oficial se privilegia una sola voz y se excluye como “fobia” cualquier otra que pueda cuestionarla. Y todo indica que en muchas escuelas esta «educación en la diversidad» parece subcontratada con asociaciones LGTB.
Es fundamental que haya confianza entre el profesorado y las familias. Los padres no tienen por qué inmiscuirse en temas propiamente académicos. Pero eso exige también que la escuela pública no se convierta en caja de resonancia de ideologías de ningún género, y que respete la diversidad de convicciones que hoy se da entre las familias.