19 octubre 2016

No cumplimos el déficit, ni se intenta...

Seguimos gastando mucho más de lo que ingresamos, de gastos corrientes oiga, dejando una inmensa bola a las siguientes generaciones, pero no pasa nada. Nadie se enfada, ni la UE siquiera. Nuestros pobres hijos y nietos, ignorantes del regalo envenenado, alucinarán dentro de unos años. Son todo mentiras y más mentiras…

Ocho años de mentiras sobre el déficit

O continuaremos incumpliendo el Pacto de Estabilidad y Crecimiento una década después de que comenzáramos a saltárnoslo o prepárense para nuevos rejonazos fiscales
El déficit público de España se ubicó en el 4,4% del PIB en 2008. El Estado español, por primera vez desde que entráramos en el euro, incumplía el Pacto de Estabilidad y Crecimiento (que establece un déficit máximo del 3%) y debía someterse a un Protocolo de Déficit Excesivo para reconducirlo en unos pocos ejercicios. La misión no parecía inasequible: al cabo, nuestro país había amasado un superávit del 2,2% apenas un año antes. ¿Tan difícil iba a ser volver a la sostenibilidad presupuestaria? Pues, al parecer, con nuestra casta política adicta al gasto público, sí y mucho.
Así las cosas, el déficit de 2009 se disparó, entre estabilizadores automáticos y políticas de despilfarro discrecionales (Plan E, contratación de empleados públicos, etc.), hasta el 11% del PIB. O dicho de otro modo, el conjunto de las administraciones públicas gastaron en 2009 un 33% más de lo que ingresaron. ¿Cómo íbamos a cerrar semejante brecha? De acuerdo con el Ejecutivo de Zapatero, no había mucho de lo que preocuparse. Su primer plan de ajuste del déficit fue aprobado y validado por la Comisión Europea en 2009 (actualizado posteriormente en 2011): al parecer, todo estaba bien atado para que redujéramos progresivamente el déficit hasta el 9,8% del PIB en 2010, el 6% en 2011, el 4,4% en 2012 y, finalmente, volviéramos a acatar el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 2013 con un déficit del 3%.
El expresidente José Luis Rodríguez Zapatero, en una sesión parlamentaria durante su mandato. (EFE)
Pero en realidad no estaba tan atado. En 2010, tras el famoso tijeretazo de Zapatero en mayo de ese año, sí cumplimos y rebajamos el déficit hasta el 9,5% del PIB. No así en 2011: un nutrido año electoral en el que PSOE (desde el Gobierno central) y PP (desde los gobiernos autonómicos) cooperaron para minimizar todo recorte del gasto y para manipular las cuentas presentadas a Bruselas. Así, pese a que en un primer momento se nos dijo que el desequilibrio de 2011 sí se había ajustado al 6% comprometido, a los pocos meses nos enteramos de que no: en realidad, se había ubicado en el 9,3%... solo dos décimas menos que en 2010.
Evidentemente, el PP tomó tan notable desviación como excusa para, por un lado, castigarnos con una de las mayores subidas tributarias de nuestra historia y, por otro, renunciar a cumplir la senda de ajuste que había sido consensuada por Zapatero y por la Comisión. A su entender, era imposible pasar desde un déficit del 9,3% en 2011 a uno del 4,4% en 2012. Tras varios tiras y aflojas, Rajoy pactó con Bruselas un nuevo calendario: en 2013 ya no íbamos a tener que rebajar el déficit al 3% del PIB, sino solo al 6,3%; en 2014 lo dejaríamos en el 5,5%; en 2015 en el 4,1% y, finalmente, tres años después de lo inicialmente previsto, respetaríamos el Pacto de Estabilidad y Crecimiento en 2016, con un déficit del 2,7% del PIB. Esta vez sí, se nos dijo, íbamos a cumplir nuestros compromisos con sumo rigor y profesionalidad.
El PP tomó la desviación del déficit público como excusa para castigarnos con una de las mayores subidas tributarias de nuestra historia
No cumplimos ni un solo año: 2013 cerró con un déficit del 6,7% (frente al 6,3% acordado) y 2014 con uno del 5,9% (frente al 5,5%). Sin embargo, en ambos casos la desviación no llegó a ser ni de medio punto del PIB y acaso podría imputarse a larecesión (2013) o a la fragilidad de la recuperación (2014). Distinto fue el caso de 2015 —de nuevo, un nutrido año electoral como ya lo fuera 2011—: a pesar del intenso crecimiento económico que estábamos experimentando, el populismo fiscal del PP nos condujo a un déficit del 5,1% del PIB, esto es, un punto por encima de lo acordado.
Fíjense en el despropósito frente a Bruselas: al concluir la legislatura de Rajoy, el déficit todavía se ubicaba por encima (5,1% en 2015) del que España se había comprometido a alcanzar durante el primer año de gobierno de Rajoy (4,4% en 2012). El voto de confianza en forma de prórroga que Bruselas le había otorgado al PP se disolvía como un azucarillo en su caciquismo electoral: echar mano del presupuesto —rebaja de impuestos sin recorte de gasto y devolución de la paga extra a los empleados públicos— para comprar votos, aun a costa de incumplir gravemente el déficit.
La burda maniobra del PP a punto estuvo de costarle a España una sanción de la Comisión, pero finalmente aceptaron darnos una nueva prórroga: en 2016 deberíamos cerrar con un desequilibrio equivalente al 4,6% del PIB, en 2017 con uno del 3,1% y en 2018, ahora sí, cumpliendo el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, con un déficit del 2,2%. O dicho de otro modo, Zapatero se comprometió a cumplir el Pacto en 2013; Rajoy echó por el desagüe ese compromiso y dio su palabra de acatarlo en 2016, y, tras volver a echar por el desagüe su propia palabra y credibilidad, asumió un nuevo compromiso de respetarlo en 2018.
La progresión de las mentiras de nuestros gobernantes es claramente observable en el siguiente gráfico: prometen aquello que no tienen la más mínima intención de cumplir con el único propósito de ganar tiempo ante Bruselas mientras continúan endeudando masivamente a los españoles.
He ahí precisamente el drama: la irresponsabilidad presupuestaria de Zapatero y de Rajoy ha multiplicado la deuda pública por español desde 8.500 euros en 2007 a 24.000 euros en 2016. Sus mentiras no salen gratis: las pagamos los contribuyentes españoles. Y no esperen que esta huida hacia delante haya tocado fondo: este pasado sábado, apenas dos meses después de renegociar la nueva senda de déficit con Bruselas, el Gobierno de Rajoy acaba de enmendarse la plana a sí mismo pronosticando que el desequilibrio presupuestario de 2017 no será del 3,1% del PIB, sino del 3,6%.
Así que una de dos: o continuaremos incumpliendo el Pacto de Estabilidad y Crecimiento una década después de que comenzáramos a saltárnoslo… o prepárense para nuevos rejonazos fiscales una vez se constituya nuevo Gobierno. O más deuda o más impuestos. La alternativa liberal de menos gasto parece no entrar en los cálculos de unos gobernantes adictos a arrebatarnos y fundirse nuestro dinero. Por eso, llevan ocho años bombardeándonos con sus vergonzosas mentiras sobre el déficit.
Abrazos,
PD1: Lo peor de la corrupción no es la mordida (i.e. el 3%), sino el coste de oportunidad del gasto público realizado para maximizar mordidas… Es desesperante. ¿Soy yo el único cabreado que queda en España?
PD2: Y encima apenas pagan impuestos las grandes empresas…

Cuánto pagan en impuestos las grandes empresas del Ibex 35

Las 35 compañías ahorran en conjunto cerca de 2.000 millones
Ajustes por tributación en el extranjero, deducciones, bonificaciones y créditos fiscales explican la diferencia
Las 35 empresas del Ibex van a pagar a Hacienda este año 8.500 millones de euros en la campaña del impuesto de sociedades correspondiente al ejercicio 2015 (el plazo de presentación finalizó ayer para las compañías con cierre del ejercicio en el año natural), según las cuentas de las sociedades depositadas en la CNMV. El dato agregado supone un aumento del 3% respecto a los 8.200 millones de euros desembolsados en 2014. Y representa un 23% de su beneficio antes de impuestos, que totalizó 36.243 millones de euros el último ejercicio completo.
Aunque se trata de una aproximación, el dato queda lejos del tipo nominal, el que supuestamente pagan las empresas por el impuesto de sociedades: el 28% en el año 2015 (un 30% en 2014), y del 25% para 2016. Es decir que, a un tipo de referencia del 28%, las empresas deberían haber pagado 10.150 millones de euros aHacienda, casi 2.000 millones más de lo que realmente desembolsarán en esta campaña fiscal.
Un 10% del Ebit
La proporción es aún más desigual si se toma como referencia el resultado neto de explotación (ebit) de las 35 empresas del Ibex, es decir, sin tener en cuenta su actividad financiera. Las compañías apenas abonan a Hacienda un 10% de su resultado de explotación conjunto, que fue de 85.538 millones de euros en 2015. Si bien este porcentaje ha subido respecto a 2014, cuando pagaron un 9% del ebit.
¿Por qué esas diferencias? El cálculo se realiza sobre el beneficio contable, al que después las compañías aplican deducciones, bonificaciones, créditos fiscales por pérdidas de años anteriores y una larga lista de ventajas.
Además, muchas de las compañías del Ibex 35 operan en diferentes países, con distintos sistemas fiscales, complicadas estructuras societarias y flujos de dinero de unas filiales a otras, lo que dificulta un cálculo homogéneo, según señalan los expertos fiscales consultados.
Datos de la Agencia Tributaria
La polémica está servida si además se tiene en cuenta los datos que ofrece la Agencia Tributaria y que apunta a que las empresas españolas abonaron un tipo efectivo del 7,3% en 2014 (último disponible), es decir, más cercano al porcentaje de impuestos que pagan las empresas del Ibex sobre el resultado bruto de explotación.
Es precisamente la tesis de las diferencias de los esquemas fiscales entre países la que utilizan las grandes compañías para echar por tierra el argumento de que pagan pocos impuestos.
Es decir, señalan, si un grupo multinacional recibe un beneficio de una filial con sede en el extranjero, ésta ya ha pagado impuestos en su país de origen, por lo que es necesario realizar ajustes contables para impedir posibles duplicidades y que no se tribute dos veces por ese beneficio. 
Lo que pagan Santander, Inditex y Telefónica a Hacienda
Según los cálculos realizados con los datos de las auditorías de la CNMV, el Banco Santander es la empresa del Ibex con mayor factura fiscal en el ejercicio 2015: desembolsa 3.120 millones en impuesto de beneficios, un 16% más que el año anterior. El Ebit de la entidad se incrementó un 9%, hasta los 32.189 millones, mientras que el beneficio antes de impuestos subió un 12% a 10.939 millones. “Los impuestos aumentan en mayor medida debido a la mayor presión fiscal en algunas unidades como Portugal, Santander Consumer Finance, México, Chile y Estados Unidos, principalmente”, explica el banco en sus cuentas. Le sigue otro banco, BBVA, con 1.274 millones pagados, e Inditex, que desembolsó 860 millones (un 17% más) frente a un resultado de explotación de 3.677 millones.
Entre las grandes compañías por valor en Bolsa, Telefónica pagó por impuesto de Sociedades 13 millones de euros, frente a los 260 de un año antes. El beneficio de explotación de la operadora ascendió a 2.897 millones (la mitad de los 6.350 de 2014) y el beneficio antes de impuestos fue de 311. “Debemos distinguir entre los impuestos registrados en la cuenta de resultados y, los impuestos satisfechos que se reflejan en el estado de flujos de caja, ambos recogidos en las estados financieros consolidados del grupo”, asegura la compañía.
Repsol, por su parte, tuvo un impacto fiscal positivo de 899 millones de euros, como consecuencia de las pérdidas antes de impuestos de 2.084 millones de 2015.
PD3: DOMUND, a ver si apoquinamos un poco entre todos… Si no tienes dinero para ayudar, da oraciones. Y si ayudas con mucho dinero, no te olvides que, también es muy importante, echa muchas oraciones.
Me diréis que es política, que chaquetera, pero yo le agradezco de corazón este testimonio y rezo para que encuentre a Dios, está cerca.
PREGÓN DOMUND PILAR RAHOLA
Excelentísimo Sr. Arzobispo Juan José Omella, monseñores, autoridades, amigas y amigos: 
No puedo empezar este pregón sin compartir los sentimientos que, en este preciso momento, me tienen el corazón en un puño. Estoy en la Sagrada Familia, donde, como decía el poeta Joan Maragall, se fragua un mundo nuevo, el mundo de la paz. Y estoy aquí porque he recibido el inmerecido honor de ser la pregonera de un grandioso acto de amor que, en nombre de Dios, nos permite creer en el ser humano. Si me disculpan la sinceridad, pocas veces me he sentido tan apelada por la responsabilidad y, al mismo tiempo, tan emocionada por la confianza.
No soy creyente, aunque algún buen amigo me dice que soy la no creyente más creyente que conoce. Pero tengo que ser sincera, porque, aunque me conmueve la espiritualidad que percibo en un lugar santo como este y admiro profundamente la elevada trascendencia que late el corazón de los creyentes, Dios me resulta un concepto huidizo y esquivo. Sin embargo, esta dificultad para entender la divinidad no me impide ver a Dios en cada acto solidario, en cada gesto de entrega y estima al prójimo que realizan tantos creyentes, precisamente porque creen. ¡Qué idea luminosa, qué ideal tan elevado sacude la vida de miles de personas que un día deciden salir de su casa, cruzar fronteras y horizontes, y aterrizar en los lugares más abandonados del mundo, en aquellos agujeros negros del planeta que no salen ni en los mapas! ¡Qué revuelta interior tienen que vivir, qué grandeza de alma deben de tener, mujeres y hombres de fe, qué amor a Dios que los lleva a entregar la vida al servicio de la humanidad! No imagino ninguna revolución más pacífica ni ningún hito más grandioso.
Vivimos tiempos convulsos, que nos han dejado dañados en las creencias, huérfanos de ideologías y perdidos en laberintos de dudas y miedos. Somos una humanidad frágil y asustada que camina en la niebla, casi siempre sin brújula. En este momento de desconcierto, amenazados por ideologías totalitarias y afanes desaforados de consumo y por el vaciado de valores, el comportamiento de estos creyentes, que entienden a Dios como una inspiración de amor y de entrega, es un faro de luz, ciertamente, en la tiniebla.
Hablo de ellos, de los misioneros, y esta palabra tan antigua como la propia fe cristiana —no en vano los cristianos empezaron a salir de su tierra, para ir a la tierra de todos, desde los principios de los tiempos—, esta palabra, decía, ha sido ensuciada muchas veces, arrastrada por el fango del desprecio. Es cierto que los misioneros tienen un doble deseo, una doble misión: son portadores de la palabra cristiana y, a la vez, servidores de las necesidades humanas. Es decir, ayudan y evangelizan, y pongo el acento en este último verbo, porque es el que ha sufrido los ataques más furibundos, sobre todo por parte de las ideologías que se sienten incómodas con la solidaridad, cuando se hace en nombre de Cristo. De esta incomodidad atávica, nace el desprecio de muchos.
Es evidente que las críticas históricas a determinadas prácticas en nombre de la evangelización son pertinentes y necesarias. Estoy convencida, leyendo el Nuevo Testamento, de que el mismo Jesús las rechazaría. Pero no estamos en la Edad Media, ni hace siglos, cuando, en nombre del Dios cristiano, se perpetraron acciones poco cristianas. Desgraciadamente, el nombre de todos los dioses se usa en vano para hacer el mal, y este hecho tan humano tiene muy poco que ver con la idea trascendente de la divinidad. Pero, al mismo tiempo, hay que poner en valor la entrega de miles y miles de cristianos que, a lo largo de los siglos, han hecho un trabajo de evangelización, convencidos de que difundir los valores fraternales, la humildad, la entrega, la paz, el diálogo, difundir, pues, los valores del mensaje de Jesús, era bueno para la humanidad. Si es pertinente hacer proselitismo político, cuando quien lo hace cree que defiende una ideología que mejorará el mundo, ¿por qué no ha de ser pertinente llevar la palabra de un Dios luminoso y bondadoso, que también aspira a mejorar el mundo? ¿Por qué, me pregunto —y es una pregunta retórica—, hacer propaganda ideológica es correcto, y evangelizar no lo es? Es decir, ¿por qué ir a ayudar al prójimo es correcto cuando se hace en nombre de un ideal terrenal, y no lo es cuando se hace en nombre de un ideal espiritual? Y me permito la osadía de responder: porque los que lo rechazan lo hacen también por motivos ideológicos y no por posiciones éticas.
Quiero decir, pues, desde mi condición de no creyente: la misión de evangelizar es, también, una misión de servicio al ser humano, sea cual sea su condición, identidad, cultura, idioma..., porque los valores cristianos son valores universales que entroncan directamente con los derechos humanos. Por supuesto, me refiero a la palabra de Dios como fuente de bondad y de paz, y no al uso de Dios como idea de poder y de imposición. Pero, con esta salvedad pertinente, el mensaje cristiano, especialmente en un tiempo de falta de valores sólidos y trascendentes, es una poderosa herramienta, transgresora y revolucionaria; la revolución del que no quiere matar a nadie, sino salvar a todos.
Permítanme que lo explicite una manera gráfica: si la humanidad se redujera a una isla con un centenar de personas, sin ningún libro, ni ninguna escuela, ni ningún conocimiento, pero se hubiera salvado el texto de los Diez Mandamientos, podríamos volver a levantar la civilización moderna. Todo está allí: amarás al prójimo como a ti mismo, no robarás, no matarás, no hablarás en falso...; ¡la salida de la jungla, el ideal de la convivencia! De hecho, si me disculpan la broma, solo sería necesario que los políticos aplicaran las leyes del catecismo para que no hubiera corrupción ni falsedad ni falta de escrúpulos. El catecismo, sin duda, es el programa político más sólido y fiable que podamos imaginar.
Y de la idea menospreciada, criticada y tan a menudo rechazada de la evangelización, a otro concepto igualmente demonizado: el concepto de la caridad. ¿Cuántas personas de bien que se sienten implicadas en la idea progresista de la solidaridad, y alaban las bondades indiscutibles que la motivan, no soportan, en cambio, el concepto de la caridad cristiana? Y uso el término con todas sus letras: caridad cristiana, consciente de cómo molesta esa motivación en determinados ambientes ideológicos. Sin embargo, esta idea, que personalmente encuentro luminosa, pero que otros consideran paternalista e incluso prepotente, ha sido el sentimiento que ha motivado a millones de cristianos, a lo largo de los siglos, a servir a los demás. Y cuando hablamos de los demás, hablamos de servir a los desarraigados, a los olvidados, a los perdidos, a los marginados, a los enfermos, a los invisibles. ¡Quiénes somos nosotros, gente acomodada en nuestra feliz ética laica, para poner en cuestión la moral religiosa, que tanto bien ha hecho a la humanidad! La caridad cristiana ha sido el sentimiento pionero que ha sacudido la conciencia de muchos creyentes, decididos a entregar la vida propia para mejorar la vida de todos.
Y no me refiero solo a los misioneros actuales, a los más de quinientos catalanes, o a los casi trece mil de todo el Estado, repartidos por todo el mundo, allí donde hay necesidad más extrema, sino también a aquellos lejanos cristianos que, por amor a su fe, protagonizaron gestas heroicas. ¿Qué podemos decir, por ejemplo, de los mercedarios que se intercambiaban por personas que estaban presas en tierras musulmanas, como acto sublime de sacrificio propio, en favor de los demás? El mismo ideal espiritual que motivaba a san Serapión a ir hasta el Magreb, entrar en la prisión de un sultán y liberar a un desconocido, convencido de que aquel acto de amor era un tributo a Dios, es el que motivó a Isabel Solà Matas, una joven enfermera catalana, perteneciente a la Congregación de Jesús-María, a estar dieciocho años en Guinea y ocho en Haití, hasta que fue asesinada. Durante todos estos años de entrega, dejó su estela de bondad y servicio, y, gracias a ella, por ejemplo, existe ahora el Proyecto Haití, un centro de atención y rehabilitación de mutilados que fabrica prótesis para los haitianos que no tienen recursos. La conocían como «la monja de los pies», porque, gracias a ella, muchos haitianos pobres habían tenido una segunda oportunidad. Casi ochocientos años separaban a san Serapión de Isabel Solà, y, en ocho siglos, el mismo alto ideal de servicio y entrega los motivaba, empujados por la creencia en un Dios de amor.
Y como Isabel, tantos otros misioneros, monjas, curas y seglares, muertos en cualquier rincón del mundo, asesinados, abatidos por virus terribles, caídos en las guerras de la oscuridad. Cómo no recordar al hermano Manuel García Viejo, miembro de la Orden de San Juan de Dios, que, después de 52 años dedicados a la medicina en África, se infectó del ébola en Sierra Leona y murió. O a su compañero de Orden Miguel Pajares, que desde los doce años dedicaba su vida a los más pobres y que regentaba un hospital en una de las zonas de Liberia más castigadas por el virus. Todos ellos, caídos en el servicio a la humanidad, motivados por su fe religiosa y por la bondad de su alma. Isabel, Manuel, Miguel son la metáfora de lo que significa el ideal del misionero: el de amar sin condiciones, ni concesiones. Si Dios es el responsable de tal entrega completa, de tal sentimiento poderoso que atraviesa montañas, identidades, idiomas, culturas, religiones y fronteras, para aterrizar en el corazón mismo del ser humano, si Dios motiva tal viaje extraordinario, cómo no querer que esté cerca de nosotros, incluso cerca de aquellos que no conocemos el idioma para hablarle.
Decía Isabel Solà en 2011, en un vídeo-blog para pedir ayuda para su centro de prótesis: «Os preguntaréis cómo puedo seguir viviendo en Haití, entre tanta pobreza y miseria, entre terremotos, huracanes, inundaciones y cólera. Lo único que podría decir es que Haití es ahora el único lugar donde puedo estar y curar mi corazón. Haití es mi casa, mi familia, mi trabajo, mi sufrimiento y mi alegría, y mi lugar de encuentro con Dios».
No encuentro palabras más intensas para describir la fuerza grandiosa del amor. He dicho al inicio de este pregón que no soy creyente en Dios, y esta afirmación es tan sincera como, seguramente, triste. ¡Estamos tan solos ante la muerte los que no tenemos a Dios por compañía! Pero soy una creyente ferviente de todos estos hombres y mujeres que, gracias a Dios, nos dan intensas lecciones de vida, apóstoles infatigables de la creencia en la humanidad. El papa Francisco ha pedido, en su Mensaje para este DOMUND, que los cristianos «salgan» de su tierra y lleven su mensaje de entrega, pero no porque los obliga una guerra o el hambre o la pobreza o la desdicha, como tantas víctimas hay en el mundo, sino porque los motiva el sentido de servicio y la fe trascendente. Es un viaje hacia el centro de la humanidad. Esta llamada nos interpela a todos: a los creyentes, a los agnósticos, a los ateos, a los que sienten y a los que dudan, a los que creen y a los que niegan, o no saben, o querrían y no pueden. Las misiones católicas son una ingente fuerza de vida, un inmenso ejército de soldados de la paz, que nos dan esperanza a la humanidad, cada vez que parece perdida.
Solo puedo decir: gracias por la entrega, gracias por la ayuda, gracias por el servicio; gracias, mil gracias, por creer en un Dios de luz, que nos ilumina a todos.