13 septiembre 2019

Se necesitaba bajar los tipos


No es una cuestión de hacerle caso a Trump y su inmensa presión que ejerce sistemáticamente. Se tiene que reanimar el cotarro y la única vía, o la más rápida y sencilla, es bajando tipos de interés… Lo malo es que en Europa no nos dio tiempo a subirlos para actuar al alimón… Como siempre, se desfasan las actuaciones de ambos bancos centrales, la FED y el BCE, a costa de nuestros intereses…



Abrazos,
PD1: Yago de la Cierva, escribe sobre comunicar con eficacia, reformulando lo que decimos dados los cambios de la sociedad. Si quieres leerlo entero aquí:

Comunicar con eficacia

En los cursos de comunicar con eficacia que se imparten en el IESE, solemos repetir que hay una distancia enorme entre lo que decimos y lo que nuestra audiencia necesita escuchar para hacer lo que le pedimos. Eso es lo que nos pasa con frecuencia. Incluso cuando, en el mejor de los casos, conocemos bien el Catecismo de la Iglesia, no lo sabemos explicar, porque no conseguimos transmitir a quien nos escucha la centralidad del mensaje cristiano.
Los católicos somos conscientes de que a menudo no llegamos al alto ideal que nos pide Jesús, pero también tenemos certeza de que la Iglesia es un lugar de amor y bienvenida, de crecimiento y sanación, de apoyo y enriquecimiento, de sabiduría y gracia, de aceptación incondicional; y que desempeña un papel crucial en la construcción de un mundo más humano y generoso. Por eso, nos sentimos frustrados al ver la imagen distorsionada de la Iglesia que tienen tantos amigos y conocidos: una institución presentada como dogmática, intolerante y arisca, interesada en lo suyo, que impone modos de pensar y de vivir, y que margina a los que piensan de otro modo. En resumen: el imperio del «no» en lugar del «sí».
Esta disparidad entre la percepción de la fe cristiana y de la Iglesia en la sociedad y la realidad familiar de quienes la conocemos desde dentro tiene que hacernos reaccionar. Pensar en que la sociedad se aleja de Dios es una verdad parcial, y por tanto nos engaña. Lo que tenemos que hacer es pensar cómo explicar la fe ante un mundo distinto del de hace 20 años.
Ha de ser un modo diferente, porque nos dirigimos a personas diferentes, totalmente diferentes. Como nuestra ciudad sigue igual, podemos pensar que los cambios son menores. En realidad, es como si nos hubiéramos mudado a China. Muchos de nuestros conciudadanos hoy conocen el cristianismo tanto −o tan poco− como los chinos. Hablarles como hablábamos a los españoles de hace veinte años es hablarles… en chino.
En esencia, la idea que aquí defiendo es de una sencillez embarazosa: para que la Iglesia se comunique en el entorno cultural contemporáneo no basta con hablar para que te escuchen. Demasiados filtros lo impiden. En la jerga de la comunicación, esos filtros se llaman «marcos». Quien desee hacerse entender, primero ha de aprender a salirse del marco que la cultura occidental pretende poner a la Iglesia, y que impide que te escuchen. Lo llamamos «reformular». Y podríamos llamar al Papa Francisco el «gran reformulador».

Reformular los contenidos para que sean escuchados

Una de las citas más emblemáticas de sus primeros meses de pontificado proviene de sus declaraciones a los periodistas en el vuelo de regreso de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro en julio de 2013, cuando le preguntaron sobre los gais. Su frase «¿Quién soy yo para juzgar?» corrió como la pólvora, causando shock y deleite a partes iguales, y rápidamente adquirió vida propia.
Tal y como los comentaristas se apresuraron a señalar, la cita completa era: «si una persona es homosexual y busca a Dios y tiene buena voluntad, ¿quién soy yo para juzgarle?», y formaba parte de la explicación de la doctrina de la Iglesia sobre la homosexualidad, que empieza −como recoge el Catecismo de la Iglesia católica− con la llamada a acabar con la marginación de las personas homosexuales.
Puede que el mensaje haya sido tergiversado e instrumentalizado por algunos, pero la mayoría lo escuchó alto y claro: Dios ama y acepta a todo el mundo, y la Iglesia promueve que se acabe con su discriminación y su marginación.
La gente no había escuchado antes este mensaje de labios de la Iglesia. Habían oído hablar de juicio, no de misericordia. Habían escuchado explicaciones nítidas de que el sexo estaba reservado al hombre y a la mujer unidos en matrimonio, y que las tendencias homosexuales eran «intrínsecamente desordenadas». Pero habían pasado por alto los mensajes de bienvenida y aceptación. Fueron pocas palabras, con las que Francisco no añadió nada a la doctrina de la Iglesia, pero levantó la barrera que le impedía ser oído, y obligó al receptor a revisar sus ideas preconcebidas sobre la Iglesia. Eso es «reformular». Francisco lo llama «proclamación en clave misionera».
En la Exhortación apostólica sobre el anuncio del Evangelio en el mundo actual Evangelii Gaudium, el Papa advierte cómo el filtro mediático simplifica y distorsiona el mensaje de la Iglesia, pues lo presenta como si fuera una serie de prohibiciones, pecados y vetos, que hay que aceptar estoicamente. Pero «el Evangelio invita ante todo a responder al Dios amoroso que nos salva, reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer!», nos dice. Añade más adelante: el «mayor peligro» al que se enfrenta la Iglesia es que, sin esa invitación, «el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de convertirse en un castillo de naipes».
Aquel «¿Quién soy yo para juzgar?» de Francisco provocó una reacción tremendamente impactante, porque contradijo de frente un marco sólidamente arraigado en la sociedad contemporánea.
La ética de la autonomía favorece el derecho de las personas a decidir su propio futuro, y considera que los colectivos que han sufrido discriminación merecen todo nuestro reconocimiento y simpatía. Esta cosmovisión es predominante en las sociedades urbanas y educadas de Occidente, hasta el punto que cualquier mensaje que se aparte de él es mirado con suspicacia, como si apoyara la discriminación y la exclusión. Debido a la omnipresencia de este filtro, diga lo que diga la Iglesia acerca de la homosexualidad resulta distorsionado. Si comienzas el debate sobre la homosexualidad hablando del propósito de Dios para el sexo, o explicando que hay inclinaciones rectas y otras desviadas, lo que se escuchará será un intento de invocar una sanción divina para el disidente. Todo lo demás se filtra. Lo que sigue es un diálogo de sordos… o un concurso para ver quién grita más fuerte.
Probemos a empezar por la intención moral que está detrás de ese filtro, como hizo Francisco. Me atrevo a decir que el efecto será desarmante. Los corazones y las mentes se abren, y la escucha puede empezar.
El punto de partida no es averiguar los motivos que algunas personas tienen para atacar a los católicos, sino lo que mostraban esos ataques sobre los valores que defienden los críticos. Saber qué impulsa su protesta.
Si se actúa de ese modo, detrás de cada ataque descubriremos un valor positivo, un valor moral, en el que −consciente o inconscientemente− apoya su crítica. La tragedia de muchas discrepancias entre católicos y no católicos residía en que cada uno asumía que el otro era el enemigo de un valor, en vez de promotor de un valor. El liberalismo contemporáneo, por ejemplo, tacha a la Iglesia de fanática e intolerante, y no es extraño que los católicos se vean defendiendo la trayectoria de la Iglesia, indignados ante tal injusta acusación. Pero ¿qué pasaría si, detrás del ataque a la Iglesia, viéramos la afirmación de los valores católicos de tolerancia, justicia e inclusión?