No es una cuestión de hacerle
caso a Trump y su inmensa presión que ejerce sistemáticamente. Se tiene que
reanimar el cotarro y la única vía, o la más rápida y sencilla, es bajando
tipos de interés… Lo malo es que en Europa no nos dio tiempo a subirlos para
actuar al alimón… Como siempre, se desfasan las actuaciones de ambos bancos
centrales, la FED y el BCE, a costa de nuestros intereses…
Abrazos,
PD1: Yago de la Cierva, escribe
sobre comunicar con eficacia, reformulando lo que decimos dados los cambios de
la sociedad. Si quieres leerlo entero aquí:
Comunicar
con eficacia
En los cursos de comunicar con eficacia que se imparten en el
IESE, solemos repetir que hay una distancia enorme entre lo que decimos y lo
que nuestra audiencia necesita escuchar para hacer lo que le pedimos. Eso es lo
que nos pasa con frecuencia. Incluso cuando, en el mejor de los casos,
conocemos bien el Catecismo de la Iglesia, no lo sabemos explicar, porque no
conseguimos transmitir a quien nos escucha la centralidad del mensaje
cristiano.
Los católicos somos conscientes de que a menudo no llegamos al
alto ideal que nos pide Jesús, pero también tenemos certeza de que la Iglesia
es un lugar de amor y bienvenida, de crecimiento y sanación, de apoyo y
enriquecimiento, de sabiduría y gracia, de aceptación incondicional; y que
desempeña un papel crucial en la construcción de un mundo más humano y
generoso. Por eso, nos sentimos frustrados al ver la imagen distorsionada de la
Iglesia que tienen tantos amigos y conocidos: una institución presentada como
dogmática, intolerante y arisca, interesada en lo suyo, que impone modos de
pensar y de vivir, y que margina a los que piensan de otro modo. En resumen: el
imperio del «no» en lugar del «sí».
Esta disparidad entre la percepción de la fe cristiana y de la
Iglesia en la sociedad y la realidad familiar de quienes la conocemos desde
dentro tiene que hacernos reaccionar. Pensar en que la sociedad se aleja de
Dios es una verdad parcial, y por tanto nos engaña. Lo que tenemos que hacer es
pensar cómo explicar la fe ante un mundo distinto del de hace 20 años.
Ha de ser un modo diferente, porque nos dirigimos a personas
diferentes, totalmente diferentes. Como nuestra ciudad sigue igual, podemos
pensar que los cambios son menores. En realidad, es como si nos hubiéramos
mudado a China. Muchos de nuestros conciudadanos hoy conocen el cristianismo
tanto −o tan poco− como los chinos. Hablarles como hablábamos a los españoles
de hace veinte años es hablarles… en chino.
En esencia, la idea que aquí defiendo es de una sencillez
embarazosa: para que la Iglesia se comunique en el entorno cultural
contemporáneo no basta con hablar para que te escuchen. Demasiados filtros lo
impiden. En la jerga de la comunicación, esos filtros se llaman «marcos». Quien
desee hacerse entender, primero ha de aprender a salirse del marco que la
cultura occidental pretende poner a la Iglesia, y que impide que te escuchen.
Lo llamamos «reformular». Y podríamos llamar al Papa Francisco el «gran
reformulador».
Reformular
los contenidos para que sean escuchados
Una de las citas más emblemáticas de sus primeros meses de
pontificado proviene de sus declaraciones a los periodistas en el vuelo de
regreso de la Jornada Mundial de la Juventud en Río de Janeiro en julio de
2013, cuando le preguntaron sobre los gais. Su frase «¿Quién soy yo para
juzgar?» corrió como la pólvora, causando shock y
deleite a partes iguales, y rápidamente adquirió vida propia.
Tal y como los comentaristas se apresuraron a señalar, la cita
completa era: «si una persona es homosexual y busca a Dios y tiene buena
voluntad, ¿quién soy yo para juzgarle?», y formaba parte de la explicación de
la doctrina de la Iglesia sobre la homosexualidad, que empieza −como recoge el Catecismo de la Iglesia católica− con
la llamada a acabar con la marginación de las personas homosexuales.
Puede que el mensaje haya sido tergiversado e instrumentalizado
por algunos, pero la mayoría lo escuchó alto y claro: Dios ama y acepta a todo
el mundo, y la Iglesia promueve que se acabe con su discriminación y su
marginación.
La gente no había escuchado antes este mensaje de labios de la
Iglesia. Habían oído hablar de juicio, no de misericordia. Habían escuchado explicaciones
nítidas de que el sexo estaba reservado al hombre y a la mujer unidos en
matrimonio, y que las tendencias homosexuales eran «intrínsecamente
desordenadas». Pero habían pasado por alto los mensajes de bienvenida y
aceptación. Fueron pocas palabras, con las que Francisco no
añadió nada a la doctrina de la Iglesia, pero levantó la barrera que le impedía
ser oído, y obligó al receptor a revisar sus ideas preconcebidas sobre la
Iglesia. Eso es «reformular». Francisco lo llama «proclamación en clave misionera».
En la Exhortación apostólica sobre el anuncio del Evangelio en
el mundo actual Evangelii
Gaudium, el Papa advierte cómo el filtro mediático simplifica y
distorsiona el mensaje de la Iglesia, pues lo presenta como si fuera una serie
de prohibiciones, pecados y vetos, que hay que aceptar estoicamente. Pero «el
Evangelio invita ante todo a responder al Dios amoroso que nos salva,
reconociéndolo en los demás y saliendo de nosotros mismos para buscar el bien
de todos. ¡Esa invitación en ninguna circunstancia se debe ensombrecer!», nos
dice. Añade más adelante: el «mayor peligro» al que se enfrenta la Iglesia es
que, sin esa invitación, «el edificio moral de la Iglesia corre el riesgo de
convertirse en un castillo de naipes».
Aquel «¿Quién soy yo para juzgar?» de Francisco provocó una
reacción tremendamente impactante, porque contradijo de frente un marco
sólidamente arraigado en la sociedad contemporánea.
La ética de la autonomía favorece el derecho de las personas a
decidir su propio futuro, y considera que los colectivos que han sufrido
discriminación merecen todo nuestro reconocimiento y simpatía. Esta cosmovisión
es predominante en las sociedades urbanas y educadas de Occidente, hasta el
punto que cualquier mensaje que se aparte de él es mirado con suspicacia, como
si apoyara la discriminación y la exclusión. Debido a la omnipresencia de este
filtro, diga lo que diga la Iglesia acerca de la homosexualidad resulta
distorsionado. Si comienzas el debate sobre la homosexualidad hablando del
propósito de Dios para el sexo, o explicando que hay inclinaciones rectas y
otras desviadas, lo que se escuchará será
un intento de invocar una sanción divina para el disidente. Todo lo demás se
filtra. Lo que sigue es un diálogo de sordos… o un concurso para ver quién
grita más fuerte.
Probemos a empezar por la intención moral que está detrás de ese
filtro, como hizo Francisco. Me atrevo a decir que el efecto será desarmante. Los
corazones y las mentes se abren, y la escucha puede empezar.
El punto de partida no es averiguar los motivos que algunas
personas tienen para atacar a los católicos, sino lo que mostraban esos ataques
sobre los valores que defienden los críticos. Saber qué impulsa su protesta.
Si se actúa de ese modo, detrás de cada ataque descubriremos un
valor positivo, un valor moral, en el que −consciente o inconscientemente−
apoya su crítica. La tragedia de muchas discrepancias entre católicos y no
católicos residía en que cada uno asumía que el otro era el enemigo de un
valor, en vez de promotor de un valor. El liberalismo contemporáneo, por
ejemplo, tacha a la Iglesia de fanática e intolerante, y no es extraño que los
católicos se vean defendiendo la trayectoria de la Iglesia, indignados ante tal
injusta acusación. Pero ¿qué pasaría si, detrás del ataque a la Iglesia,
viéramos la afirmación de los valores católicos de tolerancia, justicia e
inclusión?