11 septiembre 2018

inmigración

Todos nos hemos movido alguna vez. Nuestros padres/abuelos se iban a las capitales y tantos españoles en el pasado probaron fortuna fuera… Estos años, España se presenta atractiva para venirse a trabajar, no es un chiste, por parte de muchos extranjeros (sudamericanos y africanos) que mejorarían dado nuestro elevado nivel de vida… Antonio Argandoña lo cuenta muy bien:

Hoy hablaremos de las migraciones

Hace tiempo que tengo ganas de hablar del problema de las migraciones, pero tengo más preguntas que respuestas. De modo que voy a empezar a pensar en voz alta, a ver si, entre todos, somos capaces de llegar a algunas conclusiones interesantes.
Para empezar, me parece que hay dos posiciones extremas sobre este tema, y otras muchas intermedias. Una se plantea en términos individuales y humanitarios: “Debemos acogerlos”. La otra lo hace en términos colectivos y políticos: “Esta es nuestra casa, que se marchen”. Dicho así, parece que deben ganar los primeros, ¿no? Es la moral, de un lado, contra el egoísmo, de otro.
Ahora, volvamos a poner ambas posturas en términos políticos. La primera invoca el principio de libertad: toda persona debe ser libre para elegir dónde se quiere instalar, y ese derecho es particularmente apremiante cuando están en juego valores fundamentales, como la vida, en caso de guerra o de represión política; o la supervivencia, en situaciones de hambre; o, simplemente, el derecho a vivir mejor, buscando un entorno en el que uno pueda llevar una vida digna, ofrecer posibilidades a sus hijos, etc.
La segunda invoca el derecho de las comunidades a gobernarse: si el único principio válido es el de la libertad del individuo, ¿dónde queda el gobierno de la comunidad? ¿Puede una persona exigir el derecho a instalarse en cualquier comunidad, sin contar con los derechos de las personas que ya viven en ella? Claro que también podemos preguntarnos: ¿puede una comunidad negar todo derecho a las personas que no forman parte de la misma?
El lector ya se habrá dado cuenta de que he llevado el agua a mi molino: si planteamos las cosas en términos de derechos, lo más probable es que no lleguemos a conclusiones que convenzan a todos. Por eso, detengamos, por ahora, nuestro debate.
El lector me dirá que este planteamiento no es válido en la actualidad: cuando un barco repleto de emigrantes, hambrientos y enfermos, se acerca a tus costas, no hay soberanía que valga. Y estoy de acuerdo: cuando una persona está en la cuneta de la carretera, malherida porque ha sufrido un atropello, yo, que paso por allí, no tengo derecho a invocar leyes, instituciones y normas (que venga la policía de carreteras, que le atienda la sanidad pública, que no me ensucie el coche, que no puedan decir que yo le causé nuevas heridas…). La he de atender, me guste o no. Si sé medicina, podré hacer mucho; si no, quizás pueda tratar de consolarla. Pero no puedo mirar a otro lado.
Pero esta manera de ver el problema de los inmigrantes no es la adecuada. Porque el problema que tenemos hoy no es, por ejemplo, el de Suiza cuando los nazis perseguían a los judíos en Alemania y los países vecinos se encontraban en la necesidad de acoger a personas cuya vida corre peligro si no les dejan cruzar la frontera: hay que dejarlos entrar, sí o sí. Hemos de distinguir la llegada de un barco, a cuyos pasajeros hay que acoger, lo mismo que al atropellado, y la probable llegada de miles de inmigrantes, de manera ordenada o no, legales o ilegales.
Porque el barco no es un caso aislado, sino que forma parte de esa marea humana. Y la manera como resolvamos el problema de la marea va a determinar la solución que podamos dar al problema del barco. Y una vez superada la emergencia, la naturaleza del deber cambia: cuando el atropellado va camino del hospital en una ambulancia, yo no me sentiré obligado a acompañarle. O sea: el deber de acoger al que llega en una patera no es el mismo deber que el de recibirle para siempre; este último deber puede existir, pero es distinto del otro.
Quizás nos viene a la cabeza el recuerdo de que todos hemos sido emigrantes. Mis padres lo fueron, en los años veinte del siglo pasado, y en Barcelona hay miles de personas que vinieron en los cuarentas, cincuentas y sesentas. Inmigrantes llenaron los Estados Unidos, y América Latina. Pero aquello era distinto, y conviene tener esto en cuenta, a la hora de analizar nuestro problema hoy.
Porque el entorno demográfico y político era entonces muy distinto. Los españoles que iban a Cuba, a Venezuela o a Argentina hace un siglo, iban a llenar territorios relativamente vacíos, con conocimientos útiles, una cierta homogeneidad cultural y un régimen político que los aceptaba con más o menos alegría, porque los necesitaban. Desde entonces hemos conocido un desarrollo demográfico enorme en todo el mundo, sobre todo en Asia y África, y hemos organizado nuestra convivencia en términos de Naciones-Estado soberanas, con un mandato de sus ciudadanos para atender, principal si no exclusivamente, las necesidades de sus ciudadanos, por encima de las de los de fuera.
Europa, por ejemplo, es hoy un continente rico, en paz, con unos servicios sociales formidables… y un déficit de población enorme. Los motivos de, por ejemplo, los del Próximo Oriente o África para emigrar a Europa no son los mismos que llevaban a los europeos de hace un siglo y medio a cruzar el Atlántico. Y el marco social y político no es el mismo.
Me dirá el lector que… ¡peor para el marco social y político! Bien, pero habrá que convencerles, ¿no? Y, ¿cómo podemos organizar el diálogo?
Abrazos,
PD1: La gente no se compromete hasta que no lo ve muy claro. Nunca es fácil salir del hogar paterno y formar una familia. Muchos nos casamos con una mano delante y otra detrás… Fuimos capaces de criar a 9 hijos, con muchas dificultades, con sencillez, pero con toda la felicidad del mundo.
Ahora, los jóvenes se casan cada vez más mayorcitos, gran error. Para casarse no se debe esperar mucho:
Los millennials, esa generación que llegó a la mayoría de edad en los albores del siglo XXI, esperan más que sus antecesores para tomar la decisión de ponerse el anillo de bodas. Si entre los jóvenes de antes pasaba una media de cinco años entre el momento de conocerse y el de casarse, las parejas de 25-34 años se demoran seis años y medio.
La medición la realizó una fuente citada por el New York Times, y Melissa L. Braunstein, que escribe de familia y otros temas, reflexiona sobre el asunto en la web del Institute for Family Studies. Su consejo a los de esta hornada: que deberían formalizar sus relaciones cuanto antes.
Braunstein apunta que, en los años 70, las parejas se casaban a principios de la veintena –ellas a los 20,3 años; ellos a los 23–. ¿Por qué hoy tardan más? Entre los factores para que ese momento se esté postergando, la analista cita la creciente prevalencia de la cohabitación: según un informe de los CDC, en EE.UU., un 17,1% de las mujeres y un 15,9% de los hombres de 18 a 44 años vivían en 2015 en esa modalidad de unión.
“Es improbable que los estadounidenses vuelvan al modelo de los 70 en algún momento inmediato, especialmente los graduados universitarios”, reconoce, pero aporta seis razones por las que los jóvenes harían bien en darse el “sí, quiero” más temprano que tarde.
1. La cohabitación puede prolongar las relaciones frágiles. Es cada vez más frecuente que las parejas pasen a convivir poco después de conocerse, pero las que lo hacen sin un compromiso compartido pueden caer en la inercia, y la relación puede terminar disolviéndose.
2. El matrimonio y la felicidad van de la mano. Los casados son más dados a declarar en las encuestas que son felices. Cuando la General Social Survey pregunta a los estadounidenses sobre este punto, el 54% de las personas de bajos ingresos, el 56% de los trabajadores y el 65% de los de clase media dicen estar “muy felices” en sus matrimonios.
3. Demorar el casamiento no es un seguro contra divorcios. Antes de los 32 años, cada año adicional de matrimonio reduce las posibilidades de ruptura en un 11%. Para los que se casan después de los 32, estas se incrementan en un 5%, según análisis efectuados a partir del National Survey of Family Growth.
4. La espera ejerce presión sobre la fertilidad. A la biología no le importan nuestras preferencias personales o profesionales. Para cualquier pareja que desee tener una familia, ello significa que mientras más demore tener hijos, más difícil le será llegar al número deseado.
5. La perfección es como un unicornio. En la era de Instagram y Photoshop, que muestran vidas perfectas, es mejor enfocarse en alguien que te complemente, con sus fallos y demás. Una vez que encuentres a esa persona, no podrás imaginar no tenerla en tu vida.
6. La vida es breve. Si amas a alguien, asegúrate de que lo sepa. Celebra esa conexión interpersonal y no desprecies oportunidades de festejar y compartir tu alegría con los demás.