Interesante artículo de Jotdown sobre el futuro nuevo orden mundial, el “New Normal” o como dicen los políticos actuales mal traducido, la nueva normalidad. Geopolítica futura pura, digno de leer para intentar entender por qué somos tan distintos los occidentales de los chinos, algo que tantos siguen sin pillar:
Coronavirus: ¿el fin del orden mundial actual?
El gran milagro chino
Tras la muerte de Mao Tse Tung en 1976, China ha tenido un crecimiento económico espectacular. Mucho se ha hablado del llamado «milagro chino». Y, quizás, no se prestó la atención necesaria hasta hace relativamente poco. Después de un ambicioso plan de reformas acometido durante las décadas de los ochenta y mediados de los noventa, China entró en la Organización Mundial del Comercio. «El mensaje de Adam Smith atrae mucho a los chinos, no en poca medida debido a su palpable similitud con el pensamiento chino tradicional acerca de la economía y la sociedad. Un resultado sorprendente de la transición de China hacia el capitalismo es que China encontró una forma de volver a sus raíces culturales», remarca el economista Ronald Case en su libro, Cómo China se volvió capitalista.
El gigante asiático ha vuelto a saltar a la primera línea de la política internacional mostrando su predisposición a ayudar a Italia y España en su lucha contra el COVID-19. También por su modelo de gestión de la crisis. Esta política china entra dentro de un período de auge y expansión por todo el mundo, con el sur de Europa como centro estratégico. El coronavirus y las consecuencias económicas y políticas —con un previsible shock económico, si cabe, mayor que el que la economía mundial experimentó durante la gran recesión de 2008— será utilizado por China para aumentar lo que muchos de sus detractores ya han calificado como «neocolonialismo económico». La Unión Europea es débil y lo saben. China conoce a la perfección las potencialidades de la globalización y sus defectos: solamente espera a cómo evoluciona Europa tras la pandemia para acrecentar su influencia y peso en la política internacional. Y lo tienen muy bien estructurado.
Belt and Road: el nuevo colonialismo chino y la Ruta de la Seda del siglo XXI
Robert D. Kaplan ha sido uno de los más y mejores estudiosos del auge chino: libros como La venganza de la geografía, sus numerosos artículos en publicaciones de prestigio como The National Interest, Foreign Affairs o The Atlantic o, sin ir más lejos, su reciente El retorno del mundo de Marco Polo, son fundamentales para entender la fractura de la globalización en la política actual. El estadounidense apenas necesita presentación para los amantes de la política internacional. Enric Juliana lo bautizó como el «anti-Fukuyama» y con razón. La anarquía que viene, una de sus obras más aclamadas, sigue siendo el libro de política internacional más importante y polémico de las últimas décadas.
Su gran mérito como analista es el de haberse desligado de las élites académicas de su país y haber viajado directamente a las zonas de conflicto. Kaplan es más un viajero, un cruce entre Kapucinski, Graham Greene, Bruce Chatwin o de Joseph Conrad, que de Samuel P. Huntington o Francis Fukuyama. En El retorno del mundo de Marco Polo explica una de las grandes iniciativas que el país está llevando a cabo para expandir su poder por todo el mundo: la iniciativa «Belt and Road». Con este proyecto, China busca replicar la Ruta de la Seda que Marco Polo llevó a cabo en el siglo XIII, conectándola con todo el continente asiático, penetrar en Asia Central, el Mediterráneo oriental y en el océano Índico.
«China no es el desafío, sino más bien el Imperio chino», escribe Kaplan. «Es un imperio basado en carreteras, ferrocarriles, oleoductos y puertos de contenedores cuyos caminos por tierra se hacen eco de las dinastías Tang y Yuan de la Edad Media, y por mar, de la dinastía Ming de finales de la Edad Media y principios del período moderno. Kaplan radiografía perfectamente las intenciones de China estudiando para ello su historia imperial: «Debido a que China está en el proceso de construir la mayor marina terrestre de la historia, el corazón de este nuevo imperio será el océano Indico, que es la carretera interestatal de energía global, que conecta los campos de hidrocarburos de Oriente Medio con las conurbaciones de la clase media de Asia Oriental». Mediante las operaciones de crédito y las infraestructuras, China está controlando el continente. Además, sus excelentes relaciones con Irán, Pakistán y Afganistán pueden ayudar, en palabras del autor, a «pacificar más la zona que Estados Unidos debido a su proximidad geográfica».
Como la industrialización siempre genera conflictos, el desarrollo de la región de Sinkiang está generando problemas al país. La cuestión de los uigures musulmanes se está convirtiendo en una estaca clavada en su corazón. Por eso, la iniciativa «Belt and Road» busca «fintar y sortear las reivindicaciones políticas de esas volátiles regiones donde viven sus minorías y pacificarlas por la vía económica». El poder «blando» de China también tiene como objetivo unir al separatismo uigur musulmán y a los islamistas del sur y el centro de Asia, de Oriente Medio. Este problema está siendo de difícil gestión para el país y muestra hasta qué punto la globalización está menoscabando la integridad territorial de muchos países en auge industrial: «Los uigures no tienen una autoridad bien definida, ni una jerarquía culta con la que China pueda mantener una comunicación permanente; en cualquier caso, son un elemento de agitación venidera que puede desestabilizar al país a la más mínima catástrofe», finaliza el autor. Quizás esta sea la gran prueba de fuego de China como superpotencia.
La encrucijada de Europa: una UE débil. Los errores de España
También esta pandemia pone de relieve las diferencias entre el modelo productivo europeo y el chino. Durante décadas, las empresas europeas lo fiaron todo a la lógica de la rentabilidad. Lo prioritario era ganar dinero y abaratar los costes de producción. Como explica Esteban Hernández brillantemente en un artículo publicado en El Confidencial titulado «Todo será muy distinto tras el coronavirus: los cambios que vienen», «si las empresas producían en China, conseguirían productos mucho más baratos, porque los salarios eran bajísimos y las regulaciones y las normativas inexistentes, y por tanto los beneficios aumentarían. Esa tendencia se puso de moda, dio forma a la globalización, y trajo consigo la debilidad económica de las clases medias y de las trabajadoras de los países occidentales, que se compensó un tiempo vía crédito, hasta que el grifo se cerró y nos quedamos con el desnudo descenso en nuestro nivel de vida».
Este artículo es especialmente bueno porque enfatiza en aspectos tan esenciales como la disminución del ahorro de las clases medias. Desde las instituciones de la Unión se enfatizó en que estos desequilibrios del mercado se podrían parchear mediante exportaciones. Pero con la crisis de la globalización tampoco ha sido la solución: «Además, puso al descubierto la debilidad de las estructuras estratégicas de los Estados, cada vez más dependientes del exterior para casi todo, lo que la crisis sanitaria también ha puesto de manifiesto», escribe Hernández.
Esta tendencia ha creado mercados internos muy débiles. Nuestra creencia de que el capital tenía que seguir circulando, fluyendo, benefició a China, que se nutría del capital occidental. Solo tenían que satisfacer las demandas de producir más por menos dinero. Los chinos imitaron el modelo económico occidental —en materia de know-how, sobre todo— para reforzar su mercado interno, planificando y centralizando más su economía, sobre todo los sectores estratégicos. Europa ha sido demasiado idealista en términos económicos. Lo pagó en 2008 y, seguramente, lo pague ahora. Reino Unido se ha salido de la Unión Europea porque tiene una industria fuerte. Alemania también podría hacerlo. España, por ejemplo, no.
En España tenemos un mercado interno con problemas endémicos —paro estructural, una deuda pública que consume el 100% del PIB, exportaciones frágiles que se concentran, en su mayoría, en Europa Occidental, escaso crecimiento en potencias económicas del futuro— y una economía desfasada. Desde los ochenta hasta la actualidad, el tejido económico español ha pasado por complejas fusiones bancarias, abandonando la economía real, y una incapacidad por parte de los gobiernos de cambiar el modelo productivo. La crisis del coronavirus convertirá a España en un Estado aún más débil en esa parcela. Conforme pasan los días y uno lee diarios y páginas webs, las diferencias y las costuras el proyecto europeo quedan de manifiesto.
Los ministros de Economía de España, Francia e Italia piensan «plantarse» ante la insolidaridad de Austria, Alemania y Holanda. Los primeros demandan un plan de choque mucho más eficaz: la emisión de unos «coronabonos» con los que hacer frente de forma conjunta a los gastos de la crisis; los segundos solo plantean que acudan al fondo de rescate. Sánchez y Conte rechazan las peticiones italianas basándose en que, a diferencia de lo que sucedió en 2010 o en 2012, las causas son de fuerza mayor y no tienen su origen en el incumplimiento del déficit público marcado por Bruselas. ¿Consecuencias? Otra Europa partida en dos como hace diez años. En general, la integración económica en la Unión Europea ha predominado sobre la integración política, porque la unión económica fue considerada menos sensible a la soberanía nacional, y ofrecía más beneficios a corto plazo. Francia y Alemania argumentaron que la nueva Europa iba a ser próspera después de los desastres de la Segunda Guerra Mundial, y que todos aportaríamos nuestro granito de arena al gran edificio europeo. Pero esto conllevaba una serie de sacrificios.
La Unión Europea empezó a erigirse como una sociedad mercantil: quien más aportaba, más poder decisorio tenía. No se llevó a cabo una verdadera integración política: se fio todo a la economía como elemento de unión. Y cuando esta ha fallado, la asimetría política de la Unión ha quedado de manifiesto; su complejísima estructura burocrática ha contribuido a ampliar el problema. ¿Un New Deal para Europa como demandan muchos? Francamente, observando las posiciones de los países escandinavos, de Holanda y Alemania, no parece que sea una opción que contemplen.
China y el poder del Big Data. ¿El totalitarismo del siglo XXI?
Uno de los grandes éxitos de China, Corea del Sur o de Taiwán en la gestión de esta epidemia radica en su modelo de sociedad. Mucho más colectiva que la nuestra. En Europa, la libertad individual se erigió como el pilar de nuestras constituciones. Con el paso del tiempo, la complejidad de la sociedad civil incluyó a nuevos actores que demandaban más derechos y planteaban más retos a los Estados occidentales. Occidente es vertical; Asia, horizontal. Pese a su modernidad económica y tecnológica, sigue conservando su culto a la tradición. Su tejido social es tan monocromático como un cuadro de Rothko.
Los valores confucianos son indispensables para explicar la respuesta unitaria y rápida de los países asiáticos a esta catástrofe. Particularizando en el modelo chino, la definición más acertada sobre la pirámide social china se la he leído a Yan Xuetong, un profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Tsinghua, de Pekín, en una entrevista que le hicieron en Global Times: «Los antiguos filósofos chinos nos dicen que el orden de un sistema social, sin importar si es doméstico o internacional, se basa en una relación jerárquica entre sus actores. Las relaciones absolutamente iguales dan como resultado el caos. Cualquier forma de organización requiere la existencia de líderes y subordinados». Lee Kuan Yew, el padre espiritual de la nueva Singapur, el hombre que llevó a su nación a ser uno de los países con el PIB más alto del mundo en la década de los noventa fue claro: «Los occidentales aprecian las libertades individuales, pero mis valores, como asiático de influencia cultural china, abogan por un gobierno que sea honesto, eficaz y eficiente».
Valores como la eficacia y la eficiencia de Kuan Yew, así como las referencias al sacrificio colectivo, son contrarios al individualismo y hedonismo occidental. Esto último se ha podido observar en las drásticas medidas que China ha tomado para luchar contra el virus. El poder «pastoral» del Partido Comunista es aceptado de buen grado por sus ciudadanos. Confían en su Estado. En casos como este se ve perfectamente cómo el Partido Comunista ha penetrado en todas las esferas de la sociedad y ha desarrollado la habilidad de aniquilar la voluntad interna del sujeto. Sus dirigentes saben que si se liquida la voluntad interna de un sujeto, hay una persona menos de la que preocuparse. Los países asiáticos han destacado en su gestión del conflicto porque han entendido el enorme poder del Big Data en la actualidad, sobre todo China. Occidente cierra fronteras; Asia, analiza los datos y los aplica a sus sistemas sanitarios.
Leyendo Psicopolítica, de Chul-Han, uno se da cuenta de que la tiranía del Big Data, de la inteligencia artificial, y en esa apabullante red de espionaje y terror que ha construido el Estado chino, penalizando y castigando a sus ciudadanos según su comportamiento. China no tiene ningún problema en diferenciar entre buenos y malos ciudadanos. Como Günther Jakobs cuando desarrolló su teoría del «enemigo» para explicar el derecho penal de autor, el gigante asiático distingue entre «buenos» y «malos» ciudadanos. Los primeros tienen todos los derechos del mundo; a los demás se los expulsa de la sociedad. La muerte civil de los totalitarismos del siglo XX en todo su esplendor en este frío y cínico siglo XXI.
El Big Data «permite adquirir un conocimiento integral de la dinámica inherente a la sociedad de la comunicación. Se trata de un conocimiento de dominación que permite intervenir en la psique y condicionarla a un nivel prerreflexivo. Con el análisis de datos, el futuro se convierte en predecible y controlable», sentencia Chul-Han. En gran parte del sudeste asiático se cumple el esquema central hobbesiano de sacrificar «libertad por seguridad». Es curioso cómo el coronavirus está poniendo a prueba los grandes mantras de Occidente: estamos pasando del «último hombre» de Fukuyama, propio de Europa y Norteamérica, al «primer hombre» de la Antigüedad, que nunca abandonó a las culturas asiáticas, musulmanas o africanas.
Por último, el confucianismo ama la vejez; Europa profesa el culto a la juventud. Aleksandr Solzhenitsyn, el gran intelectual ruso, observó en sus viajes por el viejo continente esta tendencia. Escribió que «los niños idolatrados desprecian a sus padres, y cuando envejecen un poco intimidan a sus compatriotas. Las tribus con un culto ancestro han perdurado durante siglos. Ninguna tribu sobreviviría mucho tiempo con un culto juvenil». Occidente ha disfrutado de décadas de confort, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial. Se fortaleció el Estado de bienestar y, en las últimas décadas, la libre circulación de personas y capitales por Europa. Hace tiempo que los Estados europeos dejaron de ser democracias militantes. Y, de alguna manera, es normal. A medidas que demos por hecho el progreso, la indolencia ciudadana será mayor. Y la sensación de desarraigo respecto de sus élites todavía más.
Estados Unidos y China: las dimensiones de una nueva guerra fría
El peor error que pueden cometer Europa y Estados Unidos es reducir la lucha contra China a una batalla ideológica. A diferencia del siglo XX, en el que autodenominado «mundo libre» pugnó contra la Unión Soviética también por una cuestión de valores —la democracia, la libertad del individuo, el libre mercado de Occidente, contra el «hombre nuevo» del socialismo—, la rivalidad con China inmiscuye a un Estado que no tiene reparo alguno en regalar esa parte de la contienda a Estados Unidos y a Europa. Las élites del Partido Comunista son conscientes de que Estados Unidos y Europa les llevan ventaja en ese sentido. Como la percepción de Occidente sobre su país no va a cambiar en ese sentido, han decidido focalizar la batalla en el ámbito político y comercial.
La guerra comercial entre Estados Unidos y China adquirirá otra dimensión tras esta tragedia. La primera guerra fría mostró en todo su esplendor los grandes avances del poder industrial de los Estados mediante batallones de tanques y grandes puestas en escena de las fuerzas terrestres. En esta nueva fase del conflicto entre China y Estados Unidos se usarán drones, chips de silicio y programas para cortocircuitar las comunicaciones del adversario. Para Kaplan, «la globalización unificó el mundo y creó nuevas clases medias a través del libre comercio y el intercambio de ideas. En la actualidad, dividirá al mundo en diferentes ámbitos políticos, comerciales, de consumo y tecnológicos». Después de todo, la globalización nunca fue una orden de seguridad libre de conflictos, sino que ha logrado que estos tengan más repercusión mundial: «La globalización ha forjado un mundo más claustrofóbico y más ferozmente disputado: un mundo en el que cada territorio todavía importa y donde toda crisis interactúa con todas las demás como nunca antes».
La estrategia de Estados Unidos con China quizás sea la misma que la que mantuvieron durante el siglo XX con la Unión Soviética: esperar a que los fallos del sistema chino y sus contradicciones internas salgan a la luz y exploten. También desean que la clase media china siga expandiéndose y sofisticándose cada vez más hasta que demanden cada vez más derechos y libertades y pongan a prueba la fortaleza del régimen chino. Esa es la teoría que manejan los halcones del Partido Demócrata. Sin embargo, un importante sector del Partido Republicano maneja la opción de tener que contrapesar el poder chino mediante las armas. Cada vez más son los altos mandos de las fuerzas armadas de Estados Unidos quienes piden una presencia más activa de Estados Unidos por la zona del Pacífico y abandonar, paulatinamente, Oriente Medio.
¿Una nueva anarquía?
No sabemos cuáles serán las consecuencias del coronavirus, pero sí que se puede decir que sus consecuencias geopolíticas afectarán especialmente a Europa. El Estado nación emerge de nuevo y pone de manifiesto la debilidad actual de los organismos supranacionales como la Unión Europea. Esta pandemia también ha servido para cuestionar un orden mundial que solo el islam radical se ha atrevido a desafiar. Y, mientras las élites occidentales hablan de la globalización con el mismo celo con que la Unión Soviética defendía las bondades del marxismo, tanto en Europa como en el resto del mundo, surge una nueva lucha de clases, esta vez entre ciudadanos y nacionalismos estatales o periféricos vinculados a la patria y a las tensiones de la vida urbana en el siglo XXI.
Sin embargo, Occidente aún persiste en esa idea de la globalización como idea emancipadora del resto de los pueblos cuando esta, realmente, lo único que ha hecho ha sido acentuar las diferencias entre Estados y regiones. Ante la amenaza de la modernidad, hemos visto cómo los Hermanos Musulmanes, el Estado Islámico o Boko Haram han emergido con muchísima fuerza, desafiando nuestros valores. El progreso que trajo la globalización no es deseable en según qué regiones o continentes del mundo. El terrorismo y la agitación no obedecen tanto a una amenaza al poder político como sí una agresión hacia las culturas y valores de esas zonas. Sobre esto ya escribió el propio Kaplan en La anarquía que viene y Viaje a los confines de la tierra hace más de veinte años. Parece casi una profecía.
Las élites occidentales sienten cada vez menos lealtad ante los pasaportes o los documentos de identidad. Ignoran los sentimientos de unas masas deseosas de un nuevo «catecismo» que simplifique la complejísima sociedad del siglo XXI. Las relaciones internacionales tienen más de Shakespeare que de procelosos trabajos académicos; y Occidente a menudo ignora la tragedia shakesperiana de la vida, así como los mundos caóticos de Chéjov cuando viajaba por el interior de Rusia y observaba a los campesinos de su país. Las relaciones internacionales no se pueden analizar solamente observando «la realidad» desde cómodos despachos situados a más de mil kilómetros de las zonas de conflicto. El lienzo en el que se dibujan las pasiones humanas también cuenta mucho; por eso, tanto la historia como la literatura, nos ayudan a entender cómo funciona la política.
A menudo, Occidente reduce a una cuestión de «derechos humanos» la política de cada nación o región cuando cada país afronta procesos históricos y culturales distintos a los de Europa y Estados Unidos. Así, cuanto más caótico se vuelve el mundo, más desconcertadas y conmocionadas están nuestras las élites. Porque el conocimiento cultural e histórico, con todas sus verdades desagradables que se encuentran en la historia y la literatura es algo que, desde mi punto de vista, hace tiempo dejamos atrás. La memoria histórica como piedra angular del edificio de la historia y de la identidad de los pueblos ha sido desechada por décadas de triunfalismo europeo y norteamericano. Y cuando eso sucede, estamos desprotegidos ante la barbarie.
Abrazos,
PD1: No sé quién diantres es Pavese, pero esto que dijo es la mejor definición de lo que es el amor:
Pues en esto de amar no es solo a la del otro sexo, ni a tus hijos que se les ama de forma distinta, es amar a Dios como hijos que le corresponden por habernos dado la vida y este mundo maravilloso, por lo que nos provee. Es un amor esperanzado por la nueva vida que tendremos, por el reencuentro cuando nos muramos.